31 de julio de 2011

La maldición de los 27

Era una muerte anunciada, pero no por eso menos conmovedora. El trágico desenlace de Amy Winehouse me ha impactado, como creo que a la mayoría. Porque la muerte es un tránsito sin vuelta atrás que inevitablemente deja en quienes nos quedamos aquí un vacío imposible de llenar. Aunque haya una barrera generacional que me impide acercarme a ella con la misma intensidad que a otros, su música es maravillosa y su segundo disco está lleno de joyas que perdurarán con el paso del tiempo. Y eso es algo que la engrandece, que trasciende las miserias de su vida personal, asaetada por las mismas desdichas y desventuras que a todos nos aquejan, aunque no todos nos hundamos en el mismo pozo. Porque lo que nos humaniza, lo que más nos acerca a los demás es el dolor, el sufrimiento, nunca el éxito, motivo de emulación, también de envidia, pero no de solidaridad.

Cada generación genera sus propios mitos, aquellos que representan sueños y aspiraciones, pero también los que reflejan con mayor nitidez nuestras propias frustraciones, fracasos y pesares. Nos gustaría emular a los primeros pero a menudo es más fácil identificarse con los segundos, o al menos los sentimos más próximos. Los primeros nos estimulan, despiertan nuestra admiración; los últimos, aplacan nuestros ánimos y nos reconcilian con nosotros mismos y nuestras debilidades. Son como el chico o la chica maravillosa con la que fantaseas, pero que sabes inalcanzable, y aquel otro o aquella otra con la que al final te quedas, en apariencia no tan fascinante, pero después de todo es el tuyo o la tuya, y nada hay más extraordinario. Y nos acostumbramos a vivir en la tensión permanente entre aquello que deseamos y lo que realmente podemos conseguir.

Y nadie escapa a esa angustia que nos coloca ante el abismo que nos aleja de aquello que más deseamos, que nos hace seres disociados, campo de batalla de una contienda sin fin entre lo que queremos y lo que tenemos, aquello a lo que aspiramos y lo que somos capaces de conseguir. Unos consiguen reconciliarse consigo mismo, con sus carencias y debilidades, pero otros muchos sucumben y se precipitan por el barranco. Son aquellos que han hecho de su vida una búsqueda continua, obsesionados en un camino de perfección que no encuentra su destino. Insatisfechos con un mundo que les ofrece todo pero no les da nada que les interese. Solo retazos de una felicidad efímera, un cometa fugaz que se esfuma con la misma facilidad con la que había llegado. Un instante de dicha suprema que se intenta recuperar con desesperación pero que pocas veces vuelve. Y la búsqueda prosigue, y el cisma se agranda, y el dolor se hace llaga. Porque ya lo cantaba Mick Jagger: no hay satisfacción.

Y entonces la vida se convierte en una huida sin fin... o sí, con el final de todo, que es la muerte. Le ha ocurrido a Amy como antes le sucedió a Jimi Hendrix, a Janis Joplin y a Jim Morrison. Separados generacionalmente, pero unidos por la maldición de los 27 años y, sobre todo, por una misma herida vital que supuraba soledad, desamparo, vacío y malestar. Como cantaba Janis en Work me, lord, el tema que acompaña este post, en la impresionante versión que hizo en el festival de Woodstock.

Me siento tan sola aquí abajo,
Sin nadie que me ame,
A pesar que he buscado por todos lados, 
Y he buscado en todas partes,
Y no encuentro a quién amar,
a nadie que sienta mi cariño.


Y no hay nada que calme la aflicción, y no hay nada que llene el vacío, y no hay nada que cure la herida. Porque los remedios son bálsamos que solo mitigan el dolor, que solo ofrecen una tregua al tormento interior. Solo una alivio que no cura, pero alimenta la úlcera.


Señor, no sabes lo difícil que es tratar de vivir,
Cuando estás completamente solo.
Todos los días sigo empujando,
Trato de ir hacia adelante.
Pero algo me arrastra hacia atrás.



Y el camino solo tiene un final: la muerte. Esa que a todos nos espera pero que algunos se empeñan en abrazar antes de tiempo porque el viaje se les hace ya pesado y sin sentido. Porque todos la buscamos, pero la felicidad es un fino alambre sobre el que hay que deambular como un funambulista. Y no es fácil permanecer en el sin caerse al vacío. Como le ha ocurrido a Amy Winehouse. Descanse en paz.







22 de abril de 2011

"Qualsevol nit pot sortir el sol" (Sisa)

Como disco, es uno de los mejores, por su originalidad y sensibilidad, de los editados en España. Como canción, Qualselvol nit pot sortir el sol es un himno a la esperanza, lleno de magia y de ternura. Cualidades admirables en cualquier tiempo y lugar, pero especialmente valorables en las circunstancias en las que se publicó: en 1975, el año de la muerte de Franco. Cuando el país se echaba a la calle para ganarse una vida en libertad que se le había negado durante 40 años, cuando las protestas callejeras y la lucha política se imponían como las únicas formas útiles para conquistar un futuro que creíamos al alcance de nuestras manos, un futuro en el que nos parecía que todo era posible, porque nos sentíamos capaces de conseguir una sociedad libre, más justa e igualitaria. En ese contexto, chocaban propuestas como la de Jaume Sisa, y otros como él (Pau Riba, por dar un nombre ya tópicamente asociado a él), que preferían mirar hacia el interior. Versión castiza del movimiento hippie, defendían a capa y espada el principio de que la revolución empieza por uno mismo. Y las drogas y la música eran las herramientas más apropiadas para lograr esa transformación de la persona. Nace así una particular psicodelia catalana, en la que Pau Riba representa el lado más salvaje y roquero, Sisa, el costumbrista, intimista, pero también surrealista y un tanto extravagante. Y de ambos, pero especialmente de este último, bebe Manel, el fenómeno del momento. Tuve la oportunidad de ver la presentación de Qualselvol en la mítica sala Zeleste, de Barcelona, y aún hoy, 36 años después, mantengo vivo el impacto de aquel concierto loco, extraño, pero emocionalmente intenso. Tanto como el disco entero, del que destaco una canción, la más emblemática, aunque los ocho temas que lo componen destilan el mismo hechizo, el mismo encantamiento. El entrañable Fill del mestre, la evocadora El sete cel ("historia cierta de los siete cielos, siete paraísos mágicos y encantados" ...  "y el sexto cielo está copiado del séptimo cielo que has engendrado en tu cabeza"), la surrealista Germá aire, la cabaretera Maniquí, la costumbrista Canço de la font del gat, esa preciosidad llamada María Lluna ("María Luna, yo quiero seguirte; suspendidos de la nada viviremos tu y yo; María Luna, no me digas que no"), el querido Senyor Botiguer, y, finalmente, la joya de la corona: Qualsevol nit por sortir el sol


Un piano juguetón nos introduce en "una noche clara y tranquila", "y van llegando los invitados, que van llenando toda la casa de colores y de perfumes". Y van apareciendo todos nuestros héroes de la infancia, aquellos que nos hicieron soñar, reír, imaginar un mundo en el que todos nuestros deseos eran posibles. Aquel ingenuo optimismo que fuimos perdiendo con el paso de los años, pero que nunca es tarde para recuperar. "¡Oh, bienvenidos!, pasad, pasad; de las tristezas haremos humo; mi casa es vuestra casa, si es que hay casas de alguien". La noche se llena de magia, de un encantamiento especial, de esa ilusión única que a uno le hace levitar cuando siente que tiene todo cuanto necesita, que tiene la vida entera en sus manos porque más allá del universo que le rodea no hay nada que merezca la pena, porque se siente en el paraíso si es que los paraísos existen, porque se siente rodeado de toda la gente que quiere... Así que "bienvenidos, pasad, pasad; ahora ya no falta nadie; o puede que sí, ahora me doy cuenta de que tan solo faltas tu... También puedes venir si quieres; te esperamos, hay sitio para todos... El tiempo no cuenta, ni el espacio, cualquier noche puede salir el sol". Porque todo es posible cuando nos sentimos arropados por toda la gente que queremos. Es cuanto necesitamos: un lugar a donde ir y alguien que nos acoja. Y la esperanza, la creencia en que podemos conseguir aquello que deseamos. La esperanza es lo que nos hace humanos, lo que nos da una razón para continuar. Sin ella no somos nada, sin ella nos quedamos sin motivos para vivir. No podemos renunciar a aquello que ansiamos, porque es esa pasión por lo que anhelamos lo que nos define como personas. Somos lo que queremos y nos  construimos en la medida en que luchamos por conseguirlo, nos hacemos en el camino que nos lleva hasta el objetivo. Cada renuncia es un trozo de nuestra vida que se nos muere, y aunque a veces empecinarse en lo imposible solo genera frustración, siempre hay que mantener la esperanza y esforzarse hasta la extenuación por alcanzar aquello que deseamos, porque, aunque puede parecer difícil, cualquier noche puede salir el sol.



18 de abril de 2011

Persiguiendo sueños

Alba, con Luis Tosar,
en los premios Mestre Mateo
Mi hija mayor está dando sus primeros pasos como actriz. Dejó los estudios para los que se suponía que tenía cualidades y se matriculó en la Escuela de Arte Dramático de Málaga. Tras las dudas iniciales, ahora es feliz. Porque la vida es un sueño que perseguimos sin parar. Porque sin sueños, la vida se limita a una simple rutina que se repite una y otra vez en un bucle sin sentido. Los sueños nos señalan un destino y nos iluminan el camino. Porque aunque a menudo pensamos (o nos gusta pensar) que se cumplen sin más, los sueños hay que trabajarlos día a día, ganarlos paso a paso. Y en ese trayecto siempre está bien encontrar modelos a los que seguir, porque todos necesitamos referencias para avanzar. La suya en este momento es Luis Tosar, a quien conoció en el Festival de Cine de Málaga. Pero tuvo que esperar unas semanas y recorrer mil kilómetros para volver a encontrárselo en la entrega de los premios Mestre Mateo y conseguir una fotografía con él. Un pequeño gesto, una ilusión cumplida, un primer paseo por las nubes. Y se nota en el brillo de sus ojos, en la alegría desbordante de su sonrisa y en su mirada, entre arrobada y nerviosa. Al final, el camino a las estrellas está hecho de estos encuentros casuales, señales escondidas entre la maleza que nos confirman que vamos por la ruta adecuada. Y ese mínimo guiño, para unos insignificante, es para otros el mayor de los regalos, una invitación al paraíso. Porque cada paso que nos acerca al cumplimiento de nuestros sueños es motivo para la celebración. 


Y es que los sueños no son un punto de llegada, porque cada meta es siempre un nuevo punto de partida. Los sueños nunca se cumplen, porque son solo un horizonte al que siempre nos dirigimos pero que nunca alcanzamos, porque siempre hay razones para seguir más allá. Los sueños son solo una metáfora, una forma de estar en la vida a la búsqueda permanente de una nueva satisfacción, de un nuevo logro, de otra cumbre que coronar, de una consumación que siempre aspira a una más. Hay sueños de largo recorrido, que nos acompañan toda la vida, y hay otros pequeños sueños que se pueden tocar con los dedos. Pero unos y otros nos dan la energía para luchar por cumplirlos, la ilusión que nos hace seguir adelante con una sonrisa y el corazón henchido de felicidad, el ánimo para sobreponernos a las adversidades. Hay sueños trascendentes, como el que tuvo Martin Luther King o tantos otros soñadores, que sirvieron para hacer el mundo un poco mejor; hay sueños que justifican una vida, como los de la Madre Teresa o Vicente Ferrer; hay sueños que dignifican un trabajo o una carrera profesional, y hay sueños que simplemente se nos revelan tras la mirada y la sonrisa de la persona que amamos. Y hay sueños que, sin saber bien ni cómo ni por qué, se convierten en una pesadilla. En esos casos, viene bien que alguien nos despierte, aunque sea con una bofetada, para hacernos ver que nos hemos adentrado por un camino equivocado. Y hay sueños que se sueñan dormidos y otros que se sueñan despiertos. Pero sean como sean, en la vida hay que perseguir siempre los sueños. Y hay que recordar constantemente que para cumplirlos, lo primero es siempre despertarse.

31 de marzo de 2011

¡¡¡A competir...!!!


Se siente un semidiós, pero en su entorno viven en el infierno. Es soberbio, autoritario y se cree siempre en posesión de la razón. Pero no una razón ética, fruto de un consenso y más o menos estable. No, una razón puramente instrumental, orientada exclusivamente a la consecución de un objetivo, coyuntural, cambiante, siempre provisional. Es inflexible, porque tiene una misión que cumplir, una meta que alcanzar. No importa el camino, no importan las formas, solo sirve el resultado final. Ni siquiera las personas son valiosas, quedan reducidas a meras herramientas, simples medios para conseguir un fin prefijado. Un propósito que ni siquiera admite discusión, porque viene impuesto. No hay reflexión, no hay análisis, no hay crítica. La verdad, propia, única, revelada, la da por supuesta, no la cuestiona. Simplemente, ejecuta las normas sin enjuiciarlas, como quien sigue un manual de instrucciones. La jerarquía no se discute, se acepta y se impone. Porque todo el mundo debe asumirla con entusiasmo, Y quien ponga objeciones es expulsado al submundo de los incompetentes, de los traidores o de los no comprometidos con la causa, que nunca se sabe bien qué es lo peor. Un estigma que a los perdedores los marca a hierro y fuego de por vida. No tiene otra guía en la vida más que la victoria. Y el éxito es incompatible con la debilidad. El desfallecimiento es inadmisible, un síntoma que descubre a los pusilánimes. No se perdona la duda ni la vacilación. La adhesión ha de ser inquebrantable e indubitada. La diferencia, la individualidad, el criterio propio son vicios sospechosos, virtudes proscritas. El triunfo se asienta sobre el gregarismo y el guía de la manada es quien triunfa. El triunfador desprecia a los frágiles, pero también a los que no son como él, a quienes no se someten, a quienes piensan. Porque el triunfador está en una competición permanente, tratando de ser siempre el primero, el más alto, el más guapo... La vida es una guerra y el mundo, un campo de batalla. El triunfador carece de escrúpulos, porque la única norma que respeta es la que le lleva a la victoria. El triunfador solo conoce competidores.


Y hay competidores también en las relaciones personales. Esos a quienes la solidaridad, el compromiso y la cooperación entre iguales le resultan comportamientos extraños. Incluso en las relaciones amorosas buscan el valor añadido. Las racionalizan, las cuantifican. "¿Quién da más? ¿Qué aporto? ¿Qué recibo?". El triunfador convierte a la otra persona en un simple valor de intercambio. Considera que merece la pena en la medida en que le aporte algún beneficio, y se abandona en caso contrario. No entiende que las personas no pueden ser parceladas, no se pueden desmembrar: aquí lo que me interesa, aquí lo que no... Las personas son... personas, seres humanos, conjuntos orgánicos que se definen en su unicidad, como un todo en el que lo atractivo se define en función de lo menos atractivo, las virtudes en contraste con los defectos, y sin estos no existen aquellas... Pero el conquistador no soporta la imperfección ni la fragilidad del ánimo. Ni la propia ni, aún menos, la ajena. Siempre hay algo que cambiar, algo que mejorar. Nadie es nunca suficientemente bueno, siempre hay algo que falla, algo que falta. Y la búsqueda jamás concluye, ya que nunca encuentra lo que anhela. Pero en el camino se pierde a si mismo y se va quedando sin todos los demás. 


Pero quien busca el triunfo por la vía de la competición nunca gana. Porque fuera de su mundo, en el que se siente seguro, es simplemente uno más, que para él es tanto como no ser nadie. Porque su obsesiva búsqueda de la perfección solo le lleva a la insatisfacción. Así que al final, el triunfador esconde un fracaso.

24 de marzo de 2011

Las canciones de mi vida: "Mr. Tambourine Man" (The Byrds)

The Byrds es, para mi, sinónimo de alegría, luminosidad y radiante energía positiva. Y es, también, uno de los grupos más injustamente valorados de la historia del rock. Nunca han tenido el reconocimiento popular que se merece por su contribución a la música americana. Dylan es Dylan, y punto. Pero Dylan no sería Dylan si no hubieran existido The Beatles y The Byrds. El legado del grupo encabezado por Roger McGuinn, y por el que pasaron David Crosby, Gene Clark y Gram Parsons, es tan enorme que su influencia alcanza a gente como Bruce Springsteen, Tom Petty, REM y Wilco. Pero son solo unos cuantos ejemplos. Porque, al margen de todo lo que bebe de la música negra, el resto del rock americano hunde sus raíces en esa mezcla de folk, pop, country y psicodelia que amalgamaron The Byrds en seis discos geniales, hasta el seminal Sweetheart of the Rodeo, publicados entre 1965 y 1968. Resulta tremendamente difícil seleccionar una de entre las decenas de espléndidas canciones que grabaron durante ese cuatrienio. No obstante, si hay una que los identifica es la primera que publicaron, Mr. Tambourine Man, una canción de Bob Dylan que se apropiaron de tal manera que hoy es más popular la versión que ellos hicieron que la original. En ella quedó definido el sonido característico del grupo, marcado por la sonoridad inconfundible de la guitarra Rickenbacker de doce cuerdas de McGuinn y las fantásticas armonías vocales del propio McGuinn, Crosby y Gene Clark. Me gusta especialmente la versión que acompaña a este post. Corresponde a un concierto de 1990 en homenaje a Roy Orbison al que se suma también el autor del tema. Ver a Dylan haciendo bromas con David Crosby no tiene precio.

Porque, más allá de lo estrictamente musical, lo que me atrae de The Byrds es la sensación de amistad, fraternidad y solidaridad que se desprende de sus canciones. El colorido de sus armonías vocales lo impregna todo de un tono de alegría contagiosa que me retrotrae inevitablemente a los años universitarios, cuando tenía la impresión de que la camaradería era un estado natural, el optimismo lo invadía todo y pensaba (pensábamos) que cualquier cosa era posible porque el futuro estaba en nuestras manos. Los sueños no eran ilusiones vanas sino una guía para el camino. No había límites para la esperanza y nada había inalcanzable, aunque fuera con un poco de ayuda del hombre de la pandereta. Porque, como dice la canción, cuando "Mr. Tambourine Man toca una canción para mi... estoy listo para ir a cualquier lugar".  La libertad era un tsunami que arrasaba con cualquier obstáculo que se interpusiera en el camino. Porque la música de The Byrds suena a liberación de cualquier atadura, a independencia, a espacios abiertos. Quizás sea una reminiscencia de la balada de Easy Ryder, pero la guitarra saltarina de Roger McGuinn siempre la he asociado a un viaje sin destino, o sí, a una odisea en pos de la felicidad.


Y mientras escribo esto, mientras suena en mis auriculares la música de The Byrds, me siento al volante de mi coche, con el sol brillando en el horizonte, y me imagino devorando kilómetros por carreteras secundarias, apenas transitadas, recorriendo pueblos, con las ventanillas abiertas, dejándome abrazar por la brisa, impregnado por la humedad del mar, perfumado por el aroma de la hierba. Y entonces el tiempo se detiene porque el mañana no importa. "Todo es ahora, todos es ahora, el tiempo que nos toca vivir", canta Roger McGuinn con su voz lastimera. Porque todo lo que merece la pena lo llevas contigo: la libertad, la ilusión, las ganas de vivir... y la persona a la que amas, que te lleva de la mano al paraíso y con una sonrisa te ilumina el camino. Y en ese momento ruegas, como escribía Kavafis, que "el viaje sea largo, lleno de peripecias, lleno de experiencias". Porque es el viaje de la vida. Y entonces uno comprende que simplemente debe dejarse llevar, arrastrado por ese tratado de psicodelia que es el diálogo entre la guitarra de Roger y la guitarra pedal steel de Red Rhodes en la segunda canción seleccionada para este post: Change is now. Porque "el cambio es ahora, las cosas que parecían sólidas no lo son ... y el miedo se ha ido".


The Byrds están aquí. Así que, buen viaje.








21 de marzo de 2011

Ya es primavera

Marzo de 1989, en el
 Monte do Castro (Vigo)
Hoy comienza oficialmente la primavera, preludiada por un fin de semana en el que ha hecho un tiempo maravilloso. Y todo junto me ha hecho recordar la época, hace ya unos cuantos años, en los que cuando llegaba el primer fin de semana de sol y buena temperatura nos íbamos a Vigo para, el domingo, regresar a Coruña bordeando toda la costa. Ya al final del trayecto se hacía pesado, pero el viaje era una auténtica gozada. Era una increíble carga de energía tras un invierno habitualmente largo y gris. Era también una buena forma, aunque algo apresurada, de ir conociendo Galicia. Una Galicia que he redescubierto algo más a fondo en el último año. Y me he reafirmado en mi idea de que es una tierra maravillosa, paisajísticamente extraordinaria, muy acogedora y agradable cuando hace buen tiempo, y no tanto en el resto de las ocasiones. Aunque si uno está bien resguardado, incluso los días de temporal tienen su encanto. Un tanto melancólico, pero atractivo al fin y al cabo.


Son numerosos los lugares que ahora mismo se me vienen a la cabeza. Pero hay dos que dominan sobre todos ellos, y en ambos casos se trata de playas: Ancoradoiro y Aguieira. Dos arenales maravillosos en sí mismos, pero que se han adherido a mí no por su belleza connatural, sino por las memorables experiencias ligadas a ellos. Lo emocional se impone a lo físico, lo subjetivo reviste a lo objetivo. Lo que me hace pensar en el valor de los recuerdos y en cómo construimos nuestra propia realidad. A menudo, el pasado se nos impone de una forma diferente a como lo vivimos en el momento en que transcurrió. Es curioso como a veces nos emocionamos al revivir situaciones que cuando sucedieron transitamos por ellas con frialdad, incluso con malestar, o sencillamente nos dejaron indiferentes. Y, sin embargo, con el paso del tiempo se nos imponen de manera poderosa con un valor que no hubiéramos previsto en su origen. Siempre aplicamos una memoria selectiva sobre nuestro pasado, de forma que recuperamos aquello que nos es útil o da sentido a nuestro presente, y escondemos o dejamos en un segundo plano todo lo demás.

Quiero decir que nuestra vida es, en buena medida, una construcción mental. No es que la realidad carezca de valor, sino que depende de la mirada. Pero la observación nunca es inocente. Estamos llenos de prejuicios que nos hacen ver la vida desde una determinada perspectiva. Y no hablo aquí de “prejuicios” en términos negativos, sino como lo que va quedando, lo permanente, los sedimentos de nuestras vidas, lo que nos hace ser como somos y nos sirve de instrumental para afrontar cada acto de nuestro presente. La realidad no se nos impone, sino que nosotros la moldeamos de acuerdo a nuestras necesidades, intereses, objetivos, temores... La realidad es una determinada percepción de lo que vivimos, y eso es lo que nos hace tan vulnerables. Y tan manipulables. Y que nos equivoquemos con tanta facilidad. Porque acostumbramos a reducir lo nuevo a los esquemas de lo pasado, de lo ya conocido, para evaluarlo de acuerdo a esquemas mentales que ya nos han resultado útiles y en los que nos sentimos cómodos. Pero a menudo eso nos hace perdernos la riqueza de matices de lo nuevo y nos lleva a errar en el juicio de lo que cambia. Por eso, la verdad es siempre el resultado de una tensión continua entre lo objetivo, lo que sucede fuera de nosotros, y la forma en que nosotros lo vemos, interpretamos, juzgamos e interiorizamos.

Y si la vida es una cuestión mental, ¿qué mejor que encarar con la mejor de las predisposiciones la primavera que acabamos de estrenar? Porque el futuro también se escribe en función de nuestras propias expectativas.

18 de marzo de 2011

De la dignidad

A todos nos embarga un hondo sentimiento de pesar y solidaridad por la sucesión de catástrofes que, en una especie de maldición bíblica, han caído sobre el pueblo japonés. Y creo también que a todos nos admira la entereza, la fortaleza con la que han afrontado la tragedia. Nos sorprende que, en el desastre, los ciudadanos respondan en perfecto orden, sin alborotos ni pillajes, y sin derramar una lágrima en público. Nuestras respuestas, las conductas personales, están condicionadas siempre por patrones culturales. Más allá de variaciones individuales, reaccionamos de acuerdo con valores interiorizados a lo largo de nuestra vida y que se han ido decantando a lo largo generaciones. El pueblo japonés (los orientales en general) se ha formado en el autocontrol y en el sometimiento tanto a la tradición como a la autoridad. Esto explica que los japoneses solo lloren en privado, porque mostrar el dolor en público solo sirve para extender la energía negativa hacia los demás. Es una cuestión de dignidad, personal y colectiva.

La dignidad, una virtud en desuso en una época de valores líquidos, de debilitamiento del contrato social, del pacto con el otro. La dignidad es mantenerse fiel a uno mismo, a los principios que nos alimentan, a los valores y creencias que nos definen, sean cuales sean las circunstancias exteriores, incluso en la adversidad. Dignidad es respetarse a uno mismo y a las obligaciones que libremente nos atribuimos. Por eso, la dignidad requiere libertad, compromiso y solidaridad. Libertad para decidir lo que somos y lo que queremos. Compromiso para defenderlo y luchar por ello. Y solidaridad con los demás, porque sin ellos no somos nada. Porque somos lo que somos en el largo plazo, nos define lo que permanece, lo que construimos para que perdure. Y este es un principio que casa mal con unos tiempos en los que se promueve justo lo contrario, el cambio constante, la búsqueda continua de algo nuevo, la crisis de lo ya conocido. Es decir, el consumismo feroz, y no ya de objetos, sino incluso de personas y relaciones. La vida se agota en el corto plazo y eso desemboca en la insatisfacción permanente. Esta cualidad esencial del capitalismo se ha extendido con la globalización y explica en el fondo la actual crisis económica, fruto de la ambición desmedida de quienes en su afán por enriquecerse lo han apostado todo al corto plazo. Occidente desprecia lo que perdura y con ello se ha hundido en la indignidad.

Los japoneses, fieles a la tradición, han reaccionado con dignidad a las tragedias, y eso hará que salgan adelante como han hecho en tantas otras ocasiones a lo largo de la historia. Un sentido de la dignidad similar al que ha llevado a los pueblos árabes a rebelarse contra los tiranos tras décadas de sometimiento. Por eso es importante que no dejemos solos a los libios que se han levantado contra Gadafi arriesgando su propia vida. La política es siempre un depurado ejercicio de cinismo, pero todo tiene un límite. Y no se puede seguir mirando para otro lado mientras el opresor masacra a su propio pueblo. Aunque las razones que impulsan a las potencias a intervenir sean en más de un caso nada confesables. Pero hay que defender la dignidad de los sojuzgados y ejercer la propia. Porque luchando por los valores que defendemos, peleando por lo que queremos, nos dignificamos y crecemos como personas.

14 de marzo de 2011

Las canciones de mi vida III: "What goes on" (Velvet Underground)

No sé si, como decía Zapatero, la economía es una cuestión de estado de ánimo. Desde luego si algo tiene que ver con las situaciones emocionales es la música. Si como decía en otro post, The Doors me cargan de energía cuando me siento decaído y Roxy Music me animan aún más en los buenos momentos, The Velvet Underground  es un viaje al corazón de la depresión. La Velvet es un punto y aparte en la historia del rock. Constituyeron el lado salvaje, perturbador, desquiciante, en lo musical y en lo vital, en una época en la que todo pretendía optimismo y buen rollo. Mientras los demás nos pintaban el arco iris, Lou Reed, John Cale, Mau Tucker y Sterling Morrison lo cubrían todo de negro. Mientras los demás jugueteaban con la marihuana y el LSD, ellos se subían a una montaña rusa llamada heroína. Mientras los otros hablaban de amor y trataban de disfrutar de una idílica vida campestre, ellos pateaban las calles mugrientas de Nueva York y nos contaban sórdidas historias de personas deshechas por las drogas, de putas, transexuales y sexo sucio.


La Velvet es nihilismo en estado puro. Porque la vida no es lo que sucede mientras uno hace planes, como decía John Lennon. En versión velvetiana, la vida es lo que ocurre a nuestro alrededor mientras uno trata de huir de ella. No hay razones para el optimismo ni la ilusión. El mundo es un territorio hostil en el que uno no puede encontrar satisfacción alguna, sin amor, quizás sin trabajo, sin dinero, sin futuro. Y si no hay esperanza, no hay razones para creer, para confiar, para luchar. No hay mañana. Sin expectativas, todo da igual, nada importa. Lo único que nos queda es encontrar la satisfacción en el momento. La vida reside en un chute de heroína: un subidón que lo anula todo y te transporta a un mundo en el que solo existe el placer (“Es mi esposa y es mi vida, porque una dosis en mi vena va hasta el centro de mi cabeza, y entonces me siento mejor que muerto”, canta Lou Reed en Heroin). No hay nada más. Salvo la posterior caída, el posterior descenso a los infiernos. Pero el infierno interior no es muy distinto del exterior. Así que todo da igual. El tránsito de la vida a la muerte es un simple cambio de estado, el final de un mal viaje. Una travesía que recorrieron tantos entre los años 60 y los 80, lo que dejó una larga lista de víctimas, en unos casos por sobredosis, en otros muchos por el sida. Unos años negros que Lou Reed sorteó como pudo y que lo han convertido en un superviviente de un combate con la muerte que le ha dejado mil y una cicatrices en forma de arrugas, en la cara y en su música.

Porque la música de The Velvet Underground evoca como pocas ese lado salvaje de la vida. No el que narra Lou Reed en su Transformer, maravilloso disco que, sin embargo, no lo refleja fielmente, vampirizado por el camaleónico David Bowie. Tan escondido como el Lou Reed oculto por las aceradas y cristalinas guitarras de Steve Hunter y Dick Wagner, protagonistas de la espectacular introducción a Sweet Jane del Rock’n’roll Animal. No, el auténtico Lou Reed es el de las guitarras distorsionadas, chirriantes, los ritmos simples pero machacones, como una apisonadora, y las letras crudas de todos y cada uno de los discos de The Velvet Underground. Un rock duro, sucio, sin concesiones, sombrío que sigue tan vivo hoy como cuando fue escrito, hace ya más de 40 años. Y que ha alimentado desde el punk hasta una legión de ilustres seguidores como Patti Smith, Joy División, Echo & The Bunnymen, My Bloody Valentine, Sonic Youth, Cowboy Junkies y tantos otros, pasados y contemporáneos. El catálogo de canciones a seleccionar es inmenso. Pero he optado por una que no es de las más conocidas. He sentido la tentación de escoger Sister Ray, una histeria de casi 18 minutos con la que el grupo solía cerrar sus conciertos en sus primeros años. Un muro de sonido caótico, asfixiante, con la viola de John Cale haciendo diabluras, para contar una historia terrible. Un tema alucinante del que solo conozco un ejemplo similar, el Frankie Teardrop de Suicide. Pero me parece demasiado fuerte para aquí, así que he optado por What’s goes on, , en una espectacular versión en directo que recoge la esencia de la música de la Velvet. Ya no está John Cale, pero el órgano de Doug Youle dirige un serpenteante interludio musical sobre una base rítmica que es todo potencia y que puede machacar los tímpanos si la escuchas con los auriculares puestos y a todo volumen, como hacía yo cuando la descubrí. Iba a oírla a la tienda de discos que Gay Mercader tenía en la calle Hospital, de Barcelona. Me sentaba en uno de aquellos sofás que tenía en el interior y me podía pasar horas escuchando y volviendo a escuchar la canción. Y, al final, la sensación física era la de haber corrido una maratón. Y caía a plomo, de la misma forma abrupta en que concluye el tema, incluido en un disco grabado en directo con un rudimentario equipo aficionado. La calidad del sonido es más bien pobre, pero recoge fielmente el espíritu de la Velvet. Y eso es lo que importa. Por cierto, el disco, como tantos otros, se publicó en España censurado doblemente. De un lado, se excluyó la canción Heroin, y de otro se tapó una parte de la portada para esconder las bragas que dejan ver la falda levantada de la chica. Eran otros tiempos, que por suerte ya quedan lejos en la historia.

The Velvet Underground completa la trilogía de los grupos que me han acompañado toda la vida, a los que he vuelto una y otra vez a lo largo de estos 35 años.







12 de marzo de 2011

La fragilidad humana

Nos despertamos, nos levantamos de la cama y, si tenemos esa suerte, nos vamos a trabajar con la seguridad de que al finalizar la jornada nos iremos a tomar unos vinos, echaremos unas risas y nos volveremos a nuestra casa con la seguridad de quien tiene la vida bajo control. Porque si aún tenemos más suerte, y no estamos atados a uno de esos trabajos en precario o en miserables condiciones laborales, hoy es festivo y podemos programar una comida en agradable compañía, un relajado paseo al borde del mar, una tarde de compras, un concierto por la noche y un par de copas para despedir con alegría este maravilloso día. Es más, tenemos tal dominio de nuestra existencia que ya hemos programado un fantástico viaje para Semana Santa y hasta ya estamos organizando unas fascinantes vacaciones en el verano... Rebosamos felicidad por todos los poros de nuestra piel... hasta que todos nuestros elaborados planes se hunden sepultados bajos los efectos de una breve sacudida de la tierra, de la desaparición de un ser querido o de cualquier otra inesperada catástrofe. Y entonces lo que hasta ese momento ocupaba todas nuestras preocupaciones nos parece un lujo absurdo y aquello otro que nos parecía de mínimo valor de repente adquiere una dimensión completamente diferente y nos sorprendemos anhelando lo que antes dábamos por seguro. Y como esos japoneses que, desde un alto seguro, ven pasar las casas arrastradas por el tsunami, nos descubrimos contemplando el paso de nuestra vida como simples espectadores de una película en la que nos creíamos protagonistas. Es curioso como, en estos casos, los recuerdos de tantos momentos maravillosos se trufan de arrepentimiento por todo aquello que deberíamos haber hecho y no llegamos a hacer. Aquel viaje que se quedó en proyecto, aquella visita que no llegamos a hacer, aquel perdón que no pedimos, aquel abrazo que no dimos, aquel beso que reprimimos, aquella palabra cariñosa que nos callamos... Y entonces se nos revela una vida que no vivimos. Y entonces se desmorona nuestro castillo de certezas en el que estábamos tan cómodamente instalados. Porque esa sacudida nos muestra en toda su crudeza la tremenda fragilidad humana. Y es que por mucho que nos empeñemos en tratar de tenerlo todo bajo control, nunca sabemos a ciencia cierta dónde ni cómo vamos a estar al segundo siguiente. Pero, como hasta lo más frágil se puede reforzar, confío en que la solidaridad humana propicie que los que ahora sufren una pérdida terrible, en Japón y aquí, encuentren la ayuda que necesitan para recuperarse y volver a sentir el abrazo de la felicidad.

9 de marzo de 2011

Mari Paz

Mari Paz, en Arrate, en
febrero de 1981
A Mari Paz la conocí el día que asesinaron a John Lennon. Ella vivía en Burgos y yo, en Eibar. Menos de 200 kilómetros de distancia, pero todo un mundo cuando no tienes coche ni un céntimo en el bolsillo para moverte. Nos encontramos en unas circunstancias especialmente difíciles para mí. Cuando sientes que te hundes en un pozo que parece no tener fondo, cuando ya desesperas de que pueda haber solución, de no sabes dónde aparece una mano salvadora que te rescata y te vuelve a llevar a la superficie. La coyuntura personal tampoco era fácil para ella. Y, sin embargo, arriesgó y se la jugó por mí. Nuestra historia duró apenas tres meses. Suficiente para ganarse mi amor eterno y para que me congraciara con la vida. Desde entonces, cada vez que siento que flaquea mi fe en el ser humano, pienso en Mari Paz y siento como vuelve a resplandecer la confianza en los demás.

Cuando pienso en ella, siento aún un pellizco en el corazón. Cuando pienso en ella, pienso en realidad en esos calambres en el estómago, ese cosquilleo que se extiende por todo el cuerpo y que hace que sientas cada poro de tu piel como un descubrimiento. Un festival de sensaciones que se disparan como fuegos artificiales e iluminan la noche en una orgía de colores. Y sientes como fluye por tu interior una extraña energía, una energía desconocida, que no sabes bien de dónde nace pero que te transporta a una nueva dimensión, que te hace sentir el ser más poderoso del Universo, capaz de surcar los siete mares y ascender a las montañas más altas para conseguir lo que deseas. Sientes que tienes el mundo en tus manos. Y entonces, paradójicamente, descubres que todo te sobra, porque el mundo se ha reducido a dos. El tiempo y el espacio han quedado en suspenso. Las fronteras del cosmos las fija la distancia de su mirada, abarcan hasta el límite donde alcanza el eco de los latidos de su corazón, porque te alimentas de su aliento y del contacto de su piel. Y la medida del tiempo es el que compartes con ella y el lapso que falta para volver a verla. El amor es la supresión de la distancia (queda la intimidad como espacio único) y del tiempo, que no cuenta porque no importa. El amor es un punto de luz que lo ilumina todo y que te guía por el mundo exterior, ese por el que debes transitar con botellas de oxígeno porque sientes que te falta el aire cuando estás lejos de ella, de la cueva en la que acumulas energía. Hasta que te desborda y experimentas el empuje que te excita y te incita a comerte el mundo. Porque, con ella a tu lado, te sientes indestructible. Hasta que un día, sin previo aviso el universo estalla en mil pedazos, y tu te conviertes en un punto ínfimo en un espacio infinito, atrapado en un tiempo que dura eternamente porque no se mueve, no transcurre.


Y vuelves a empezar. Todo pasa, pero todo queda en el recuerdo. Nada se olvida, porque lo nuevo no hace desaparecer lo antiguo. Es como un objeto exclusivo. Lo puedes sustituir por otro, pero jamás igualará a aquel. Será otra cosa. Y nada hay más exclusivo que las personas, porque cada una es única e irremplazable. Así que cada despedida añade una cicatriz al corazón y hace que uno avance por la vida hecho jirones. A la espera de encontrar una Mari Paz que te lama las heridas, te insufle nuevos ánimos, te mire a los ojos y te ilumine la mirada para que encuentres un nuevo camino donde hasta ese momento solo veías maleza.

Fueron solo tres meses. Pero no es cuestión de tiempo, sino de intensidad. Porque la esencia carece de dimensiones. Es un soplo vital que perdura mientras creas en el otro. Mari Paz se despidió de mí con un beso, lágrimas en los ojos y un "eres un cielo". De eso hace ahora 30 años. Pero sigue presente en mí como si el tiempo no hubiera pasado. Aún hoy siento el húmedo calor de sus labios y me sigue dominando la congoja, el irrefrenable ansia de llorar. Y, sobre todo, daría mi vida porque el "eres un cielo" se convirtiera en un "te quiero".

5 de marzo de 2011

La sombra de una ilusión

Entrevistando a Claude Julien,
 director de Le Monde Diplomatique
 A los 14 años de edad decidí que de mayor quería ser periodista. Y aquí estoy, casi 40 años después. No sé bien qué me llevó a tomar aquella determinación, pero sirve para explicar un poco como soy. Puedo marear mucho la perdiz antes de resolver, pero una vez que decido algo que considero importante es muy difícil que cambie de opinión. Soy muy terco, a veces obsesivo, y me mantengo firme hasta el final. Así que cuatro decenios después de haber escogido el camino que me ha traído hasta aquí he de admitir que estoy muy satisfecho del camino recorrido. A pesar de los sinsabores y las decepciones, pero así es la vida, una sucesión de tropiezos seguidos de la alegría de volver a levantarse.

Con una compañera, asturiana,
en La Voz de Euskadi
En fin, creo que el auténtico culpable de que esté aquí hoy es Tomás de la Quadra Salcedo y aquellos reportajes suyos que emitía TVE. Entonces, la única televisión, porque ni tenía accedo al segundo canal. Como a tantos, me entró el gusanillo de viajar y de recorrer el mundo para contar lo que pasaba por los cuatro rincones del globo. En mi ingenuidad, no podía imaginar que podría hacerse periodismo de otra manera. Después vinieron los mil y un planes, primero con Jesús para ir a Guinea, a propósito de la caída del dictador Macías. Más tarde, con Míkel, para irnos a contar la revolución sandinista. Pero los sueños sueños son. Lo malo es que nunca se convirtieron en realidad. Y lo peor, que la posterior evolución de aquellas revoluciones, que como tantas otras acabaron traicionadas por los mismos que las impulsaron, han asentado en mi un profundo escepticismo sobre este tipo de movimientos populares, apasionantes y emocionantes en su energía inicial, frustrantes en su decantación final.

En 1991, con Juan Ramón Díaz,
entonces director de La Voz de Galicia
En aquel entusiasmo romántico sobre las bondades redentoras del periodismo influyó sobremanera una excitante entrevista que pude hacer a Claude Julien, entonces director de Le Monde Diplomatique. Me impactó su pasión por cuanto acontecía en el mundo entero, su conocimiento enciclopédico de tantos países, y sobre todo su visión cosmopolita del periodismo, de que no podíamos ser ajenos a nada de lo que ocurría en cualquier parte del planeta, de que cualquier drama e injusticia, por alejada que estuviera geográficamente, debía apelar a nuestra conciencia. Pero en lugar de irme a recorrer el mundo, me sumé a otra aventura: poner en marcha un nuevo periódico, La Voz de Euskadi. Una aventura apasionante que, como las revoluciones antes citadas, acabó en frustración. Allí descubrí, en mi trabajo personal, otro tipo de periodismo, el de vocación comunitaria, un periodismo local apegado a los intereses y, sobre todo, al servicio de los ciudadanos. Fue un trabajo de locos, en el que no había descanso y en el que recuerdo haber trabajado 40 horas seguidas, sin dormir, con motivo de las inundaciones en Euskadi de 1983, tiempo en el que recorrí dos veces la provincia de Guipúzcoa con un piloto de rallies. ¡Tiempos aquellos! Pero el periódico, como tantas otras cosas en Euskadi, acabó naufragando por el dogmatismo de muchos y la batalla política en torno a cualquier cosa. Baste decir que en aquella redacción intentamos convivir gentes tan diversas como Pepe Rei, José María Calleja, el escritor Javier García Sánchez o el activista Héctor Anabitarte. Una locura muy instructiva en muchos aspectos, pero asfixiante en lo esencial. Y que a mí me sirvió para concluir que jamás volvería a trabajar como periodista en Euskadi. Al menos en aquellas circunstancias, en las que lo que importaba no era aproximarse a la realidad, sino justo lo contrario, crear una realidad publicada que respondiera a lo que algunos deseaban que fuera.

Un sesgo informativo no muy alejado del que se ha extendido hoy en día en toda la prensa so pretexto, bajo la máscara, diría mejor, de interpretar la realidad. Burda falacia, vulgar excusa para tratar de imponer nuestras opiniones, habitualmente insuficientemente fundamentadas y siempre sometidas al interés de la empresa. Unas empresas que pretenden instituirse como fuentes de poder, usurpando la legitimidad que corresponde a otros órganos y abusando de una posición de autoridad que se habían ganado tras muchos años de hacer lo que les corresponde, buen periodismo. Como el que aprendí a hacer en La Voz. En lo personal, posiblemente nunca con los recursos suficientes, siempre con un enorme sacrificio, pero con la enorme ilusión de hacer aquello en lo que creía,  la consideración de los compañeros, y en un ambiente en el que lo que verdaderamente importaba era hacerlo lo mejor posible, en una obsesión permanente por la perfección y, sobre todo, por la verdad. Un esfuerzo constante por honrar la realidad y explicarla en su complejidad y profundidad, desde el respeto a la pluralidad de perspectivas y la diversidad de opiniones.

Hoy, casi 40 años después de aquella decisión, sigo alegrándome de haberla tomado. Y, a pesar de los pesares, sigo amando el periodismo, aunque me repugne la basura que muchos intentan hacer pasar por tal y sea muy escéptico sobre la viabilidad del sistema de medios en su configuración actual. Unas empresas que se han convertido en dinosaurios inadaptados a la nueva realidad, intentando sobrevivir en un ecosistema que ya no dominan con los instrumentos del viejo orden. Unas empresas obsesionadas por mantener cautivo a un público que le da la espalda porque ya no recibe lo que espera: buena, plural y rigurosa información. Un público más preparado que nunca, que sabe lo que quiere, que sabe discernir cuando le engañan e intentan manipular, cuando le venden gato por liebre, que sabe perfectamentemixtificar la realidad; de estar en los sitios donde se hace la historia para ponerse a su servicio; de dar voz a quien tiene algo realmente interesante que decir, no simple espejo de la vulgaridad humana; de pensar en los intereses de la comunidad y no de los grupos de poder; donde está la gente que quiere comprender la realidad para transformarla y mejorarla, no para imponer su verdad y mantener un ejército de cautivos. Esa es mi ilusión y mi esperanza. El periodismo pervivirá, aunque haya mucho que lo quieran matar.

1 de marzo de 2011

Amparo Muñoz y el sentido de la vida

Ayer me desperté con la noticia de la muerte de Amparo Muñoz. Una triste manera de empezar una semana. No era una actriz maravillosa, aunque hizo algunos trabajos dignos. Pero era una de las mujeres más bellas que he visto en mi vida. He de admitir que puedo quedarme ensimismado admirando el esplendor de una mirada, quedarme atrapado en el gozo de una sonrisa. ¿Qué mayor regalo puede haber en esta vida que poder deleitarse con un rayo de hermosura? Nos embobamos ante un bonito paisaje, nos quedamos hipnotizados ante ciertas obras de arte, nos dejamos cautivar por una agradable melodía. ¿Por qué no hemos de gozar con la misma felicidad de la belleza humana? Amparo Muñoz era uno de eses preciosos seres que habría que proteger, porque con su mera presencia, con su simple contemplación nos alegran la vida y nos animan el espíritu. Pero además de eso, Amparo representaba también una cierta idea de libertad, esa libertad que con tanta ansia perseguíamos en los años 70. Su fortaleza para renunciar a la corona de Miss Universo, la independencia y autonomía desde la que abordó alguno de sus personajes en el cine (aunque fueran incluso más los deleznables, peajes de la época) fueron también ejemplo de emancipación.

Pero lo que debería ser motivo de celebración, acabó por ser fuente de tragedia y por convertirla en un juguete roto. Tocó el cielo con los dedos y la vida le cobró un precio demasiado alto. Es muy duro sustraerse a la tentación cuando te lo ofrecen todo. Especialmente cuando procedes de una familia modesta y lo único que has conocido han sido las penurias. Es difícil encontrar el verdadero sitio de uno cuando te muestran un espejo que te devuelve una imagen deforme de la realidad. Cuando alguien destaca por algo, cuando alguien tiene algo que no tienen los demás (belleza, inteligencia o lo que sea), siempre aparecen los buitres que llegan para aprovecharse, explotar  y beneficiarse de tu don. Y cuando te han exprimido todo el jugo, te abandonan y te dejan en la cuneta, como un objeto inservible. Pero es tan complicado renunciar al caramelo cuando te lo ponen delante. Dice el proverbio que no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita. Yo diría que el más rico es quien tiene justo lo que necesita. Pero a menudo es imposible saber lo que uno precisa, sobre todo cuando esta sociedad te pone delante un dulce detrás de otro. Nunca nos es suficiente, siempre queremos más, siempre ansiamos otra cosa. Y en esa búsqueda incesante a menudo perdemos todo lo que tenemos. La felicidad es una cuestión homeostática, de equilibrio. De dar sentido a nuestra vida. A menudo nos cuesta reconocernos en los que los otros nos dicen que somos. Al final, lo importante es tener la sensación de que lo que hacemos cada día es útil, de que tiene una valor para alguien, de que hay quien nos agradece eso que hemos dado de nosotros. Una sonrisa en el momento justo, un abrazo cuando lo necesitas. Esa es quizás la mejor recompensa en la vida.

Pero a menudo nos dejamos engañar por los oropeles. Somos seres débiles que sucumbimos a la presión de la sociedad. Esa sociedad que nos obliga a ser incluso lo que no queremos, que nos fuerza a ir siempre un paso más allá de lo que deseamos. Esa sociedad que si eres guapo o guapa te obliga a estar siempre en perfecto estado de presentación, porque de lo contrario te destierra. Así hay tantos, sobre todo tantas, que sucumben y van dejando su belleza en las clínicas de estética. O esas otras personas que intentan moldearse en los gabinetes psicológicos como si la personalidad fuera un montón de barro. Pero no, las personas somos seres imperfectos, que junto a cualidades maravillosas tenemos defectos que nos definen tanto como las virtudes. Y sin los unos o las otras dejamos de ser quienes de verdad somos.

 Como si fuera una premonición, la semana pasada me tope en TVG con un pequeño retazo de una excelente entrevista que una periodista de la cadena había hecho a Amparo Muñoz en los años 90. Admiro a los periodistas que son capaces de desnudar el alma de los entrevistados. Para eso no sirve cualquiera. Hay que ser realmente buenos, tener sensibilidad, empatía y la finura emocional adecuadas para guiar al entrevistado hasta los rincones más profundos de su ser. Y lo hacen siempre desde el respeto y el amor a la persona y al personaje. Tengo la enorme suerte de conocer a dos de esos cirujanos de las emociones. En un caso compartimos páginas al sol de Galicia, en el otro caso compartimos momentos memorables de nuestras vidas.  Qué diferencia respecto a esos otros medios, respecto a ese otro periodismo que hoy se dedica a traficar con los instintos más bajos del ser humano y con las miserias de la gente para engrosar su cuenta de resultados. Ese periodismo que tan bien representa lo peor de nuestra sociedad. Ese periodismo asqueroso que, como un tumor maligno, se está metastatizando por todos los medios de comunicación. Un periodismo por el que no derramaré ninguna lágrima cuando se hunda en su propia mezquindad. Ese periodismo que tanto ayuda a destrozar vidas y crear juguetes rotos como Amparo Muñoz, que al final de sus días, ella que fue la reina de la belleza, ya no se reconocía en el espejo. Descanse en paz.

25 de febrero de 2011

Las canciones de mi vida II: "A song for Europe" (Roxy Music)

Si Jim Morrison representa la emoción pura, el impulso de la energía primitiva, Bryan Ferry y Roxy Music son el símbolo de la estética, de la belleza milimétricamente estudiada y pacientemente construida. Es la fuerza de lo inmediato frente al fulgor deslumbrante de la orfebrería. Mundos aparentemente antitéticos que, sin embargo, me cautivan con la misma pasión. Puede parecer un ejemplo de incoherencia, pero yo prefiero verlo como una muestra de lo poliédricas que somos las personas.
Roxy Music eclosionaron con el glam rock de principios de los 70, para, al igual que David Bowie, trascenderlo a la primera oportunidad. Porque los verdaderos artistas carecen de fronteras y viven en una expansión permanente de su universo creativo.

Roxy transitó desde la vanguardia inicial, que integró electrónica y rock en sus dos primeros discos con Brian Eno, hasta el pop de lujo a partir de Manifesto. Su influencia se ha extendido en el tiempo y puede rastrearse con claridad en el nuevo disco de Radiohead, por poner solo un ejemplo muy cercano. Con todo, es probable que a Roxy se les identifique antes por la estética que por su música. Siempre han sido reconocidos como finos representantes de la “elegancia”, una etiqueta que aun siendo cierta  los empobrece, porque no refleja todo lo que son. Tengo un compañero y amigo que dice de Bryan Ferry que es el único que resulta elegante incluso con un traje de lentejuelas. A lo que yo añadiría, en la misma línea, que es el único que puede cantar a una muñeca hinchable (In Every Dream Home a Heartache) y resultar emocionante. Ferry siempre ha tenido alma de dandy, de crooner incluso, y eso ha dotado a sus canciones de un refinamiento que ha evitado que se deslizara por el camino de la cursilería.

Resulta difícil encontrar una canción que resuma la esencia de Roxy Music. Aunque les tengo un cariño especial a las de su primer disco, y pese a que Manifesto sintetiza bastante bien su filosofía estética, me he quedado con A song for Europe, que es una de las que tiene mayor carga de emoción, con un soberbio solo de saxo de Andy Mackay, y que da pie a Ferry a exhibir su espíritu de romántico universal que tan bien emparenta con el Rick que Bogart encarnó en Casablanca. Es, además, un tema que ha estado presente en todos y cada uno de sus conciertos. Como el que viví en el verano de 1982 en Donostia. El inicio de una noche memorable que se prolongó bajo el hechizo de la Concha (un besazo, Edurne, si algún día lees esto).

Tous ces moments 

Perdus dans l`enchantement 
Qui ne reviendront 
Jamais 
Pas d´aujourd´hui pour nous 
Pour nous il n´y a rien 
A partager 
Sauf le passé


Y esto me da pie a preguntarme por que prácticamente todas las grandes canciones de amor cantan la pérdida, la ruptura, el adiós de la persona amada. Son pocas las que festejan el triunfo de la alegría y la felicidad. Quizás porque la sacudida de la privación es siempre más intensa y marca más. En la adolescencia, buscamos emociones que nos zarandeen el corazón, sensaciones que nos estremezcan hasta dar un sentido diferente a la vida. Cuando nos vamos haciendo mayores, como es el caso, necesitamos sentimientos que nos vuelvan a estremecer, que nos hagan cosquillas en el estómago y nos hagan ver mariposas revoloteando. Porque nada mejor que el amor, e incluso el desamor, para sentirnos vivos. Nada iguala su intensidad, su capacidad para removernos interiormente. Es difícil sustraerse a esta tentación, y por eso es fácil caer en la tentación de buscar siempre algo más de lo que tenemos. Una persecución imposible del Santo Grial, porque la perfección no existe y el paraíso es una quimera. Es una forma de estar en la vida, aventureros en una montaña rusa de las emociones. Otra manera es la de quienes prefieren ser arquitectos de sus ilusiones. No buscan la perfección sino perfilar la belleza de lo cotidiano, de lo que tenemos a mano. La vida es perfectible, y en ello se trabaja día a día, como albañiles de un edificio en permanente construcción, como la Sagrada Familia, la Alhambra o la Catedral de Santiago, fruto de un esfuerzo continuo, no de una súbita revelación. Porque, al final, la belleza es el resultado de un trabajo de artesanía. Como una canción de Roxy Music



23 de febrero de 2011

En la noche de la historia

Cuando era niño, oía a mis padres hablar de la guerra civil y me parecía algo tan extraño que tenía la impresión de que me estaban contando una película de indios y vaqueros. Y solo habían transcurrido treinta años. Los mismos que se cumplen hoy del fallido golpe de Estado del 23-F. Mi hija pequeña, que tiene 14 años, veía el otro día un reportaje sobre el asalto al Congreso y mostraba la misma expresión de asombrada perplejidad que había sentido yo de chiquillo. Sin embargo, retengo muy viva en mi memoria aquella noche. La asonada me pilló haciendo el servicio militar en San Fernando. Como estaba destinado en el cuartel general, vi el constante ir y venir de jefes y oficiales, las discusiones detrás de las puertas de los despachos, mientras mis compañeros dormían vestidos y con los pertrechos a mano por si tenían que salir a la calle. A menudo, la memoria suele ser frágil, pero es terriblemente poderosa para guardar lo verdaderamente importante. Por eso, quienes lo vivimos, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor sensación de peligro personal, debemos alimentar constantemente la llama del recuerdo. Porque los riesgos de la involución, aunque no sea por la fuerza de las armas, acechan en cada rincón. La libertad se gana en cada uno de nuestros gestos, se defiende en cada acto de nuestra vida. Nada se puede dar por conseguido, porque las sombras pueden acecharnos en cada esquina. Hoy sentía un íntimo orgullo profesional al ver la primera página de la edición que distribuyó El País a las 8 de la tarde de aquel día. Cuando nada estaba decidido aún, tuvo la valentía de salir en defensa de la Constitución y de la convivencia en democracia de todos los españoles. Fue un gesto de un periodismo comprometido con la sociedad que añoro con tristeza. Y que contrasta dolorosamente con el periodismo de guerrilla y patio de vecinos que predomina hoy. Pero de eso hablaremos otro día. Lo importante ahora es proclamar bien alto que el destino está en nuestra manos y solo nosotros, ciudadanos libres, podemos decidir nuestro futuro, porque nadie tiene derecho ni va a poder usurpárnoslo, por muy poderoso que sea, por muchas armas o dinero que tenga. Y eso que vale para nosotros sirve para todos los pueblos del mundo. Porque nuestra libertad no está completa sin la del resto de los seres humanos del planeta. Por eso, hoy debemos estar con todos los ciudadanos árabes que se levantan contra los dictadores que los oprimen desde hace tantos años, con todos esos ciudadanos que como los libios se están jugando la vida para liberarse del yugo que los sojuzga. Porque todos los tiranos, sean del pelaje que sean, deben pasar para siempre a lo más oscuro de la noche de la historia.

21 de febrero de 2011

Las canciones de mi vida: "The end" (The Doors)

"This is the end 
Beautiful friend 

This is the end 

My only friend, the end"


No es la mejor canción de la historia. Hay muchas que me han alegrado, me han emocionado o me han animado cuando estaba triste. Pero no tengo la más mínima duda de que The end es la canción de mi vida, la que me ha acompañado siempre, la que ha estado conmigo desde que la descubrí con 16 años, y a la que vuelvo continuamente. No sabría definir bien por qué, pero así es. Comienza como una canción de despedida, de pérdida, con un ritmo hipnótico guiado por la guitarra de Robby Krieger. Poco a poco, se va haciendo más tensa, a medida que el texto va ganando en simbolismo, hasta llegar al punto culminante:

"He walked on down the hall, and 
And he came to a door...and he looked inside 

Father, yes son, I want to kill you 

Mother...I want to...fuck you"


Y, tras el grito desesperado de Jim, la música alcanza uno de esos momentos de paroxismo tan típicos de The Doors. Más allá del escándalo que supuso este pasaje edípico-incestuoso, lo significativo es como un añadido de forma improvisada en una actuación, fruto de una noche de locura, acabó por convertirse en parte de la canción, la fagocitó y se adhirió a la historia del grupo como una segunda piel. Es una prueba más del subtítulo de este blog, de cómo las fronteras entre lo trascendente y lo insignificante son tan difusas que nunca se puede prever cuál será el efecto de cada una de nuestras acciones.

Y el cómo se gestó la versión definitiva de la canción define a la perfección la esencia de Jim Morrison y The Doors. La fuerza de la improvisación como motor creativo. La energía primitiva desbocada como impulso vital. Musicalmente, eran un grupo muy orgánico, en el que todo estaba al servicio de la canción. Sin ser unos instrumentistas geniales, eran suficientemente buenos, originales y con una formación diversa que manaba del blues, el jazz, la música clásica e incluso el flamenco. Y funcionaban como un todo en el que si algo sobresalía era Jim Morrison, su voz, pero sobre todo su personalidad arrolladora. Yo los descubrí en 1975 con un disco en directo que en España se tituló "Absolutely live". El impacto fue brutal. No había forma de que transcurriera el tiempo para llegar a casa y ponerlo a toda pastilla, para desesperación de mi madre y supongo que mis vecinos. La fuerza de The Doors en directo es incomparable. Cualquiera de sus discos en vivo, incluso el peor de ellos, es un monumento a la celebración. Sus canciones ganan una barbaridad sobre el escenario, y sus versiones de otros temas, una gozada. La que hacen de "Gloria", de Van Morrison, es la mejor que conozco con diferencia. Y eso que me gusta mucho la de Patti Smith, Aún hoy, sus conciertos siguesiendo un recurso extraordinario para cuando estoy bajo de moral. Lo llevo siempre en mi mp3 para escucharlo a todo volumen y cargarme de energía. Es el mejor antidepresivo que conozco.

Nunca he sido fanático de nada ni de nadie, pero he de reconocer que Jim Morrison es lo más próximo a un ídolo que yo he tenido. Me atrapa su energía, su vitalidad, su sinceridad. No es un dios, no es un modelo en muchas cosas, pero envidio su fuerza arrebatadora, su capacidad para mostrarse tal cual, sin fingimientos, desbordado a menudo por las drogas y el alcohol, pero dándose tal y como era. Una persona tímida, que se comía las uñas antes de actuar presa de los nervios, pero que se transformaba en el escenario. Una persona que luchaba constantemente por recuperar su verdadero sitio: él era un poeta transformado en un ídolo de masas, un símbolo sexual a su pesar y un icono en una época de rebeldía juvenil que lo sobrepasaba. Pero nunca dejó de ser lo que realmente era, incluso en sus peores momentos. Por eso, hoy en día, cuando están a punto de cumplirse 40 años de su muerte en París, sigue estando vivo, En una época en la que el modelo es gente como Lady Gaga (admirable en muchos aspectos), todo representación, una máscara para mostrar lo que los otros quieren ver y ocultar lo que nosotros somos de verdad, Jim Morrison sigue siendo la encarnación, para lo bueno y para lo malo, de la autenticidad. 

Porque, a fin de cuentas, cuando llega el final del día y nos quedamos solos en nuestra casa, de nada nos sirven las galas, las sonrisas fatuas, las bonitas palabras o las palmaditas en la espalda. Al final del día, cuando nos quedamos desnudos lo único que realmente merece la pena es tener a alguien que nos abrace, que nos reconozca y quiera tal como somos, alguien con quien fundirnos piel con piel.

"I found an island in your arms 
Country in your eyes 

Arms that chain 

Eyes that lie 
Break on through to the other side 
Break on through to the other side "


P.D. Para conocer de verdad a The Doors, recomiendo a todo el mundo la excelente película "When youre strange", narrada por Johnny Deep y dirigida por Tom DiCillo. Excelente.






20 de febrero de 2011

Sortu y las fronteras de la democracia

Tengo un muy buen amigo que, no siempre, pero ha votado a Batasuna en numerosas ocasiones. Y jamás ha justificado a ETA. Durante años compartí clases y recreos con quien tiempo después sería detenido por pertenencia a la banda terrorista, pero también con quien se convertiría en alcalde de Eibar, líder de los socialistas guipuzcoanos y consejero del Gobierno vasco. Y entre uno y otro extremo, fanáticos de todos los pelajes y personas absolutamente normales. Quiero decir con ello que Euskadi es una sociedad rica, plural, muy diversa en lo cultural, con gentes procedentes de muchas partes, y en lo político. Una sociedad en la que la industrialización acelerada se superpuso, como una capa de chapapote, a unas estructuras dominadas por las tradiciones seculares de un mundo rural. Una sociedad muy compleja que no ha sido capaz de integrar adecuadamente tradición y modernidad, que no ha creado las estructuras sociales y culturales capaces de gestionar su propia complejidad. La desacralización, el relativismo e incluso el individualismo de las sociedades posindustriales no hay arraigado con fuerza en Euskadi. Perviven unas ciertas reminiscencias comunitaristas y mesiánicas que explican la fortaleza del nacionalismo político; y con ello, el afianzamiento de un cierto maniqueísmo. Consecuencia: una comunión esencialista de individuo y pueblo, el atrincheramiento en defensa de lo propio como elemento sustantivo y el recurso permanente al "quien no está conmigo está contra mí" como instrumento de supervivencia, o de sometimiento, según desde qué trinchera se vea.

La penetración del PNV en todos los ámbitos de la sociedad vasca durante décadas ha reforzado esta filosofía hasta convertirla en algo parecido a una forma de "ser" lo vasco. Aunque no se pueden confundir ni convertir en sinónimos (como hace maliciosamente el neonacionalismo españolista que irradia desde Madrid), el bloque ETA-Batasuna ha llevado este pensamiento hasta el extremo totalitarista. Si la banda terrorista ha recurrido al asesinato (casi 900, no hay que olvidarlo)  para atemorizar a la sociedad, Batasuna ha intentado someterla con una presión social cotidiana de corte estalinista. La violencia (la callejera y la psicológica), las amenazas, el amedrentamiento, la imposición de un discurso determinado, la exclusión del otro... han asfixiado a la sociedad vasca. Como decía mi admirado Mario Onaindía, Euskadi aún no ha completado la transición a la democracia.

La Declaración Universal sobre la Democracia la define tanto como "un ideal que se ha de tratar de alcanzar como un modo de gobierno". En tanto que ideal, es "un derecho fundamental del ciudadano, que debe ejercer en condiciones de libertad, igualdad, transparencia y responsabilidad, con el debido respeto a la pluralidad de opiniones y en interés de la comunidad". Pues bien, así entendida, la democracia no ha existido en Euskadi, porque ETA-Batasuna ha ejercido una coacción que ha impedido la libre formación de la voluntad popular. Dicho a la inversa: la democracia en Euskadi solo es posible con la desaparición de ETA.

Dicho lo cual, y pese a los muchos desengaños, pienso con total convicción que estamos en ese esperanzador proceso. Creo que, tarde lo que aún tarde, ETA va camino de su desaparición: no por un milagroso proceso de conversión, sino por incapacidad, aislamiento y pérdida de sentido, de su propio sentido. En este contexto, y en términos de actualidad, la pregunta que queda por responder es: ¿qué se hace con Sortu? ¿Debe ser legalizada? Batasuna (y derivados) fue ilegalizada en tanto que organización sometida a y dominada por ETA, que la utilizaba para conseguir sus propósitos. La ilegalización ha sido buena para Euskadi, porque ha cambiado el curso de la historia y ha sido determinante para llegar hasta donde ahora nos encontramos. La situación actual es fruto de la presión policial, política, judicial e internacional. Pero tan cierto como esto es que ni fueron ilegalizados los principios ideológicos ni sus simpatizantes perdieron sus derechos políticos. Es decir, los miembros de Batasuna siguen siendo ciudadanos con sus derechos plenos, incluidos los políticos. En consecuencia, tienen la misma capacidad que cualquier otro para constituir un partido, con los mismos principios independentistas que definían a Batasuna. Siempre que cumplan las leyes y no vulneren las resoluciones que la expulsaron de la legalidad. Esto es: no es posible un partido sometido a ETA, que sea una mera continuidad, incluso con otras formas, de Batasuna, y que no cumpla todos y cada uno de los preceptos de la ley de partidos.

Bien: los estatutos de Sortu son irreprochables en su literalidad. Diría aún más: son los más estrictos en a la hora de recoger cuanto establece la ley. No solo rechaza expresamente la violencia de ETA, sino que incluso prevé la expulsión de cualquier militante condenado por violencia. ¿Es suficiente? Pues es matizable. La sentencia ilegalizatoria de Batasuna extiende su eficacia a cualquier organización que pretenda continuarla. ¿Cómo hemos de interpretar "continuidad"? ¿En términos de personas? No, porque se trata de ciudadanos en plena facultad de sus derechos políticos. ¿Por sus principios? Tampoco, porque las ideas políticas no pueden ser prohibidas. Al menos de las que estamos tratando. Entiendo que la "continuidad" debe ser entendida en términos de identidad común de un conjunto de factores: personas, principios, fines y organización. La misma declaración de rechazo a la violencia de ETA, junto a otros principios y valores de pronunciamiento democrático recogidos en los estatutos, conlleva tal ruptura con la esencia misma de lo que era Batasuna que con ello se desvirtúa radicalmente la tacha de continuidad.

Queda como tercer elemento acusatorio la vinculación a ETAcontradicción en sus términos. Cabe, ciertamente, la posibilidad del engaño. Pero no es sino un juicio de intenciones. Y los tribunales no pueden obedecer a presunciones, porque la Justicia opera sobre hechos fehacientes y demostrables, no sobre posibilidades de... Y, en todo caso, en caso de colisión con derechos fundamentales como el de participación política debe prevalecer siempre la  protección de estos como fundamento constitutivo de la democracia. E incluso si los estatutos de Sortu fueran una artimaña para engañar a los tribunales, estos tienen en la actual legislación electoral instrumentos sobrados para proceder a la ilegalización a posteriori, incluso aunque ya estuviera presente en las instituciones.

Así que, judicialmente, el terreno parece abonado a la legalización. Otra cosa es la valoración política que merezca tal decisión. Pero, como señala la Declaración Universal sobre la Democracia, "las instituciones judiciales y los mecanismos de control independientes, imparciales y eficaces son la garantía del Estado de derecho, fundamento de la democracia". Ciertamente, las presiones van a ser intensas, porque los intereses, también políticos, son importantes. El PSOE sabe que una eventual desaparición de ETA sería su principal activo electoral en las circunstancias actuales. Y el PP, que también lo sabe, presiona hasta lo que no está en los escritos para impedir lo único que en estos momentos puede amenazar su probable victoria electoral. El Gobierno traspasa la patata caliente a los tribunales para no cargar con la responsabilidad política de la respuesta. Y el PP, que no tendría reparos en cambiar de postura al día siguiente de unas elecciones victoriosas, toca todos los resortes a su alcance, esos que Federico Trillo maneja tan bien, para conseguir sus propósitos y evitar la legalización.

Aunque eso vulnere principios elementales de la democracia, que está basada "en el derecho de todas las personas a participar en la gestión de los asuntos públicos". Por ello, "los derechos civiles y políticos son primordiales, y en particular entre ellos, los derechos a votar y a ser elegido". Un derecho que se pretende hurtar a una parte importante de la población vasca (entre un 10% y un 20%, según la consulta que utilicemos como referencia). Pero ya se sabe que en el PP hay algún sector cuyo pedigrí democrático aún está por demostrar.

En todo caso, y en el supuesto de que la respuesta judicial no sea la que espera, Sortu tendrá la oportunidad de demostrar que su apuesta por la democracia y la normalización política del País Vasco es sincera y está profundamente arraigada. Después de todo, el daño que ETA-Batasuna han causado ha sido tanto y de tan largo alcance que la penitencia tampoco sería desproporcionada. Mantener su apuesta por la paz y a democracia, sea cual sea resultado, pueda o no concurrir a las elecciones, sería la mayor y mejor contribución que podrían hacer al País Vasco.