31 de marzo de 2011

¡¡¡A competir...!!!


Se siente un semidiós, pero en su entorno viven en el infierno. Es soberbio, autoritario y se cree siempre en posesión de la razón. Pero no una razón ética, fruto de un consenso y más o menos estable. No, una razón puramente instrumental, orientada exclusivamente a la consecución de un objetivo, coyuntural, cambiante, siempre provisional. Es inflexible, porque tiene una misión que cumplir, una meta que alcanzar. No importa el camino, no importan las formas, solo sirve el resultado final. Ni siquiera las personas son valiosas, quedan reducidas a meras herramientas, simples medios para conseguir un fin prefijado. Un propósito que ni siquiera admite discusión, porque viene impuesto. No hay reflexión, no hay análisis, no hay crítica. La verdad, propia, única, revelada, la da por supuesta, no la cuestiona. Simplemente, ejecuta las normas sin enjuiciarlas, como quien sigue un manual de instrucciones. La jerarquía no se discute, se acepta y se impone. Porque todo el mundo debe asumirla con entusiasmo, Y quien ponga objeciones es expulsado al submundo de los incompetentes, de los traidores o de los no comprometidos con la causa, que nunca se sabe bien qué es lo peor. Un estigma que a los perdedores los marca a hierro y fuego de por vida. No tiene otra guía en la vida más que la victoria. Y el éxito es incompatible con la debilidad. El desfallecimiento es inadmisible, un síntoma que descubre a los pusilánimes. No se perdona la duda ni la vacilación. La adhesión ha de ser inquebrantable e indubitada. La diferencia, la individualidad, el criterio propio son vicios sospechosos, virtudes proscritas. El triunfo se asienta sobre el gregarismo y el guía de la manada es quien triunfa. El triunfador desprecia a los frágiles, pero también a los que no son como él, a quienes no se someten, a quienes piensan. Porque el triunfador está en una competición permanente, tratando de ser siempre el primero, el más alto, el más guapo... La vida es una guerra y el mundo, un campo de batalla. El triunfador carece de escrúpulos, porque la única norma que respeta es la que le lleva a la victoria. El triunfador solo conoce competidores.


Y hay competidores también en las relaciones personales. Esos a quienes la solidaridad, el compromiso y la cooperación entre iguales le resultan comportamientos extraños. Incluso en las relaciones amorosas buscan el valor añadido. Las racionalizan, las cuantifican. "¿Quién da más? ¿Qué aporto? ¿Qué recibo?". El triunfador convierte a la otra persona en un simple valor de intercambio. Considera que merece la pena en la medida en que le aporte algún beneficio, y se abandona en caso contrario. No entiende que las personas no pueden ser parceladas, no se pueden desmembrar: aquí lo que me interesa, aquí lo que no... Las personas son... personas, seres humanos, conjuntos orgánicos que se definen en su unicidad, como un todo en el que lo atractivo se define en función de lo menos atractivo, las virtudes en contraste con los defectos, y sin estos no existen aquellas... Pero el conquistador no soporta la imperfección ni la fragilidad del ánimo. Ni la propia ni, aún menos, la ajena. Siempre hay algo que cambiar, algo que mejorar. Nadie es nunca suficientemente bueno, siempre hay algo que falla, algo que falta. Y la búsqueda jamás concluye, ya que nunca encuentra lo que anhela. Pero en el camino se pierde a si mismo y se va quedando sin todos los demás. 


Pero quien busca el triunfo por la vía de la competición nunca gana. Porque fuera de su mundo, en el que se siente seguro, es simplemente uno más, que para él es tanto como no ser nadie. Porque su obsesiva búsqueda de la perfección solo le lleva a la insatisfacción. Así que al final, el triunfador esconde un fracaso.

24 de marzo de 2011

Las canciones de mi vida: "Mr. Tambourine Man" (The Byrds)

The Byrds es, para mi, sinónimo de alegría, luminosidad y radiante energía positiva. Y es, también, uno de los grupos más injustamente valorados de la historia del rock. Nunca han tenido el reconocimiento popular que se merece por su contribución a la música americana. Dylan es Dylan, y punto. Pero Dylan no sería Dylan si no hubieran existido The Beatles y The Byrds. El legado del grupo encabezado por Roger McGuinn, y por el que pasaron David Crosby, Gene Clark y Gram Parsons, es tan enorme que su influencia alcanza a gente como Bruce Springsteen, Tom Petty, REM y Wilco. Pero son solo unos cuantos ejemplos. Porque, al margen de todo lo que bebe de la música negra, el resto del rock americano hunde sus raíces en esa mezcla de folk, pop, country y psicodelia que amalgamaron The Byrds en seis discos geniales, hasta el seminal Sweetheart of the Rodeo, publicados entre 1965 y 1968. Resulta tremendamente difícil seleccionar una de entre las decenas de espléndidas canciones que grabaron durante ese cuatrienio. No obstante, si hay una que los identifica es la primera que publicaron, Mr. Tambourine Man, una canción de Bob Dylan que se apropiaron de tal manera que hoy es más popular la versión que ellos hicieron que la original. En ella quedó definido el sonido característico del grupo, marcado por la sonoridad inconfundible de la guitarra Rickenbacker de doce cuerdas de McGuinn y las fantásticas armonías vocales del propio McGuinn, Crosby y Gene Clark. Me gusta especialmente la versión que acompaña a este post. Corresponde a un concierto de 1990 en homenaje a Roy Orbison al que se suma también el autor del tema. Ver a Dylan haciendo bromas con David Crosby no tiene precio.

Porque, más allá de lo estrictamente musical, lo que me atrae de The Byrds es la sensación de amistad, fraternidad y solidaridad que se desprende de sus canciones. El colorido de sus armonías vocales lo impregna todo de un tono de alegría contagiosa que me retrotrae inevitablemente a los años universitarios, cuando tenía la impresión de que la camaradería era un estado natural, el optimismo lo invadía todo y pensaba (pensábamos) que cualquier cosa era posible porque el futuro estaba en nuestras manos. Los sueños no eran ilusiones vanas sino una guía para el camino. No había límites para la esperanza y nada había inalcanzable, aunque fuera con un poco de ayuda del hombre de la pandereta. Porque, como dice la canción, cuando "Mr. Tambourine Man toca una canción para mi... estoy listo para ir a cualquier lugar".  La libertad era un tsunami que arrasaba con cualquier obstáculo que se interpusiera en el camino. Porque la música de The Byrds suena a liberación de cualquier atadura, a independencia, a espacios abiertos. Quizás sea una reminiscencia de la balada de Easy Ryder, pero la guitarra saltarina de Roger McGuinn siempre la he asociado a un viaje sin destino, o sí, a una odisea en pos de la felicidad.


Y mientras escribo esto, mientras suena en mis auriculares la música de The Byrds, me siento al volante de mi coche, con el sol brillando en el horizonte, y me imagino devorando kilómetros por carreteras secundarias, apenas transitadas, recorriendo pueblos, con las ventanillas abiertas, dejándome abrazar por la brisa, impregnado por la humedad del mar, perfumado por el aroma de la hierba. Y entonces el tiempo se detiene porque el mañana no importa. "Todo es ahora, todos es ahora, el tiempo que nos toca vivir", canta Roger McGuinn con su voz lastimera. Porque todo lo que merece la pena lo llevas contigo: la libertad, la ilusión, las ganas de vivir... y la persona a la que amas, que te lleva de la mano al paraíso y con una sonrisa te ilumina el camino. Y en ese momento ruegas, como escribía Kavafis, que "el viaje sea largo, lleno de peripecias, lleno de experiencias". Porque es el viaje de la vida. Y entonces uno comprende que simplemente debe dejarse llevar, arrastrado por ese tratado de psicodelia que es el diálogo entre la guitarra de Roger y la guitarra pedal steel de Red Rhodes en la segunda canción seleccionada para este post: Change is now. Porque "el cambio es ahora, las cosas que parecían sólidas no lo son ... y el miedo se ha ido".


The Byrds están aquí. Así que, buen viaje.








21 de marzo de 2011

Ya es primavera

Marzo de 1989, en el
 Monte do Castro (Vigo)
Hoy comienza oficialmente la primavera, preludiada por un fin de semana en el que ha hecho un tiempo maravilloso. Y todo junto me ha hecho recordar la época, hace ya unos cuantos años, en los que cuando llegaba el primer fin de semana de sol y buena temperatura nos íbamos a Vigo para, el domingo, regresar a Coruña bordeando toda la costa. Ya al final del trayecto se hacía pesado, pero el viaje era una auténtica gozada. Era una increíble carga de energía tras un invierno habitualmente largo y gris. Era también una buena forma, aunque algo apresurada, de ir conociendo Galicia. Una Galicia que he redescubierto algo más a fondo en el último año. Y me he reafirmado en mi idea de que es una tierra maravillosa, paisajísticamente extraordinaria, muy acogedora y agradable cuando hace buen tiempo, y no tanto en el resto de las ocasiones. Aunque si uno está bien resguardado, incluso los días de temporal tienen su encanto. Un tanto melancólico, pero atractivo al fin y al cabo.


Son numerosos los lugares que ahora mismo se me vienen a la cabeza. Pero hay dos que dominan sobre todos ellos, y en ambos casos se trata de playas: Ancoradoiro y Aguieira. Dos arenales maravillosos en sí mismos, pero que se han adherido a mí no por su belleza connatural, sino por las memorables experiencias ligadas a ellos. Lo emocional se impone a lo físico, lo subjetivo reviste a lo objetivo. Lo que me hace pensar en el valor de los recuerdos y en cómo construimos nuestra propia realidad. A menudo, el pasado se nos impone de una forma diferente a como lo vivimos en el momento en que transcurrió. Es curioso como a veces nos emocionamos al revivir situaciones que cuando sucedieron transitamos por ellas con frialdad, incluso con malestar, o sencillamente nos dejaron indiferentes. Y, sin embargo, con el paso del tiempo se nos imponen de manera poderosa con un valor que no hubiéramos previsto en su origen. Siempre aplicamos una memoria selectiva sobre nuestro pasado, de forma que recuperamos aquello que nos es útil o da sentido a nuestro presente, y escondemos o dejamos en un segundo plano todo lo demás.

Quiero decir que nuestra vida es, en buena medida, una construcción mental. No es que la realidad carezca de valor, sino que depende de la mirada. Pero la observación nunca es inocente. Estamos llenos de prejuicios que nos hacen ver la vida desde una determinada perspectiva. Y no hablo aquí de “prejuicios” en términos negativos, sino como lo que va quedando, lo permanente, los sedimentos de nuestras vidas, lo que nos hace ser como somos y nos sirve de instrumental para afrontar cada acto de nuestro presente. La realidad no se nos impone, sino que nosotros la moldeamos de acuerdo a nuestras necesidades, intereses, objetivos, temores... La realidad es una determinada percepción de lo que vivimos, y eso es lo que nos hace tan vulnerables. Y tan manipulables. Y que nos equivoquemos con tanta facilidad. Porque acostumbramos a reducir lo nuevo a los esquemas de lo pasado, de lo ya conocido, para evaluarlo de acuerdo a esquemas mentales que ya nos han resultado útiles y en los que nos sentimos cómodos. Pero a menudo eso nos hace perdernos la riqueza de matices de lo nuevo y nos lleva a errar en el juicio de lo que cambia. Por eso, la verdad es siempre el resultado de una tensión continua entre lo objetivo, lo que sucede fuera de nosotros, y la forma en que nosotros lo vemos, interpretamos, juzgamos e interiorizamos.

Y si la vida es una cuestión mental, ¿qué mejor que encarar con la mejor de las predisposiciones la primavera que acabamos de estrenar? Porque el futuro también se escribe en función de nuestras propias expectativas.

18 de marzo de 2011

De la dignidad

A todos nos embarga un hondo sentimiento de pesar y solidaridad por la sucesión de catástrofes que, en una especie de maldición bíblica, han caído sobre el pueblo japonés. Y creo también que a todos nos admira la entereza, la fortaleza con la que han afrontado la tragedia. Nos sorprende que, en el desastre, los ciudadanos respondan en perfecto orden, sin alborotos ni pillajes, y sin derramar una lágrima en público. Nuestras respuestas, las conductas personales, están condicionadas siempre por patrones culturales. Más allá de variaciones individuales, reaccionamos de acuerdo con valores interiorizados a lo largo de nuestra vida y que se han ido decantando a lo largo generaciones. El pueblo japonés (los orientales en general) se ha formado en el autocontrol y en el sometimiento tanto a la tradición como a la autoridad. Esto explica que los japoneses solo lloren en privado, porque mostrar el dolor en público solo sirve para extender la energía negativa hacia los demás. Es una cuestión de dignidad, personal y colectiva.

La dignidad, una virtud en desuso en una época de valores líquidos, de debilitamiento del contrato social, del pacto con el otro. La dignidad es mantenerse fiel a uno mismo, a los principios que nos alimentan, a los valores y creencias que nos definen, sean cuales sean las circunstancias exteriores, incluso en la adversidad. Dignidad es respetarse a uno mismo y a las obligaciones que libremente nos atribuimos. Por eso, la dignidad requiere libertad, compromiso y solidaridad. Libertad para decidir lo que somos y lo que queremos. Compromiso para defenderlo y luchar por ello. Y solidaridad con los demás, porque sin ellos no somos nada. Porque somos lo que somos en el largo plazo, nos define lo que permanece, lo que construimos para que perdure. Y este es un principio que casa mal con unos tiempos en los que se promueve justo lo contrario, el cambio constante, la búsqueda continua de algo nuevo, la crisis de lo ya conocido. Es decir, el consumismo feroz, y no ya de objetos, sino incluso de personas y relaciones. La vida se agota en el corto plazo y eso desemboca en la insatisfacción permanente. Esta cualidad esencial del capitalismo se ha extendido con la globalización y explica en el fondo la actual crisis económica, fruto de la ambición desmedida de quienes en su afán por enriquecerse lo han apostado todo al corto plazo. Occidente desprecia lo que perdura y con ello se ha hundido en la indignidad.

Los japoneses, fieles a la tradición, han reaccionado con dignidad a las tragedias, y eso hará que salgan adelante como han hecho en tantas otras ocasiones a lo largo de la historia. Un sentido de la dignidad similar al que ha llevado a los pueblos árabes a rebelarse contra los tiranos tras décadas de sometimiento. Por eso es importante que no dejemos solos a los libios que se han levantado contra Gadafi arriesgando su propia vida. La política es siempre un depurado ejercicio de cinismo, pero todo tiene un límite. Y no se puede seguir mirando para otro lado mientras el opresor masacra a su propio pueblo. Aunque las razones que impulsan a las potencias a intervenir sean en más de un caso nada confesables. Pero hay que defender la dignidad de los sojuzgados y ejercer la propia. Porque luchando por los valores que defendemos, peleando por lo que queremos, nos dignificamos y crecemos como personas.

14 de marzo de 2011

Las canciones de mi vida III: "What goes on" (Velvet Underground)

No sé si, como decía Zapatero, la economía es una cuestión de estado de ánimo. Desde luego si algo tiene que ver con las situaciones emocionales es la música. Si como decía en otro post, The Doors me cargan de energía cuando me siento decaído y Roxy Music me animan aún más en los buenos momentos, The Velvet Underground  es un viaje al corazón de la depresión. La Velvet es un punto y aparte en la historia del rock. Constituyeron el lado salvaje, perturbador, desquiciante, en lo musical y en lo vital, en una época en la que todo pretendía optimismo y buen rollo. Mientras los demás nos pintaban el arco iris, Lou Reed, John Cale, Mau Tucker y Sterling Morrison lo cubrían todo de negro. Mientras los demás jugueteaban con la marihuana y el LSD, ellos se subían a una montaña rusa llamada heroína. Mientras los otros hablaban de amor y trataban de disfrutar de una idílica vida campestre, ellos pateaban las calles mugrientas de Nueva York y nos contaban sórdidas historias de personas deshechas por las drogas, de putas, transexuales y sexo sucio.


La Velvet es nihilismo en estado puro. Porque la vida no es lo que sucede mientras uno hace planes, como decía John Lennon. En versión velvetiana, la vida es lo que ocurre a nuestro alrededor mientras uno trata de huir de ella. No hay razones para el optimismo ni la ilusión. El mundo es un territorio hostil en el que uno no puede encontrar satisfacción alguna, sin amor, quizás sin trabajo, sin dinero, sin futuro. Y si no hay esperanza, no hay razones para creer, para confiar, para luchar. No hay mañana. Sin expectativas, todo da igual, nada importa. Lo único que nos queda es encontrar la satisfacción en el momento. La vida reside en un chute de heroína: un subidón que lo anula todo y te transporta a un mundo en el que solo existe el placer (“Es mi esposa y es mi vida, porque una dosis en mi vena va hasta el centro de mi cabeza, y entonces me siento mejor que muerto”, canta Lou Reed en Heroin). No hay nada más. Salvo la posterior caída, el posterior descenso a los infiernos. Pero el infierno interior no es muy distinto del exterior. Así que todo da igual. El tránsito de la vida a la muerte es un simple cambio de estado, el final de un mal viaje. Una travesía que recorrieron tantos entre los años 60 y los 80, lo que dejó una larga lista de víctimas, en unos casos por sobredosis, en otros muchos por el sida. Unos años negros que Lou Reed sorteó como pudo y que lo han convertido en un superviviente de un combate con la muerte que le ha dejado mil y una cicatrices en forma de arrugas, en la cara y en su música.

Porque la música de The Velvet Underground evoca como pocas ese lado salvaje de la vida. No el que narra Lou Reed en su Transformer, maravilloso disco que, sin embargo, no lo refleja fielmente, vampirizado por el camaleónico David Bowie. Tan escondido como el Lou Reed oculto por las aceradas y cristalinas guitarras de Steve Hunter y Dick Wagner, protagonistas de la espectacular introducción a Sweet Jane del Rock’n’roll Animal. No, el auténtico Lou Reed es el de las guitarras distorsionadas, chirriantes, los ritmos simples pero machacones, como una apisonadora, y las letras crudas de todos y cada uno de los discos de The Velvet Underground. Un rock duro, sucio, sin concesiones, sombrío que sigue tan vivo hoy como cuando fue escrito, hace ya más de 40 años. Y que ha alimentado desde el punk hasta una legión de ilustres seguidores como Patti Smith, Joy División, Echo & The Bunnymen, My Bloody Valentine, Sonic Youth, Cowboy Junkies y tantos otros, pasados y contemporáneos. El catálogo de canciones a seleccionar es inmenso. Pero he optado por una que no es de las más conocidas. He sentido la tentación de escoger Sister Ray, una histeria de casi 18 minutos con la que el grupo solía cerrar sus conciertos en sus primeros años. Un muro de sonido caótico, asfixiante, con la viola de John Cale haciendo diabluras, para contar una historia terrible. Un tema alucinante del que solo conozco un ejemplo similar, el Frankie Teardrop de Suicide. Pero me parece demasiado fuerte para aquí, así que he optado por What’s goes on, , en una espectacular versión en directo que recoge la esencia de la música de la Velvet. Ya no está John Cale, pero el órgano de Doug Youle dirige un serpenteante interludio musical sobre una base rítmica que es todo potencia y que puede machacar los tímpanos si la escuchas con los auriculares puestos y a todo volumen, como hacía yo cuando la descubrí. Iba a oírla a la tienda de discos que Gay Mercader tenía en la calle Hospital, de Barcelona. Me sentaba en uno de aquellos sofás que tenía en el interior y me podía pasar horas escuchando y volviendo a escuchar la canción. Y, al final, la sensación física era la de haber corrido una maratón. Y caía a plomo, de la misma forma abrupta en que concluye el tema, incluido en un disco grabado en directo con un rudimentario equipo aficionado. La calidad del sonido es más bien pobre, pero recoge fielmente el espíritu de la Velvet. Y eso es lo que importa. Por cierto, el disco, como tantos otros, se publicó en España censurado doblemente. De un lado, se excluyó la canción Heroin, y de otro se tapó una parte de la portada para esconder las bragas que dejan ver la falda levantada de la chica. Eran otros tiempos, que por suerte ya quedan lejos en la historia.

The Velvet Underground completa la trilogía de los grupos que me han acompañado toda la vida, a los que he vuelto una y otra vez a lo largo de estos 35 años.







12 de marzo de 2011

La fragilidad humana

Nos despertamos, nos levantamos de la cama y, si tenemos esa suerte, nos vamos a trabajar con la seguridad de que al finalizar la jornada nos iremos a tomar unos vinos, echaremos unas risas y nos volveremos a nuestra casa con la seguridad de quien tiene la vida bajo control. Porque si aún tenemos más suerte, y no estamos atados a uno de esos trabajos en precario o en miserables condiciones laborales, hoy es festivo y podemos programar una comida en agradable compañía, un relajado paseo al borde del mar, una tarde de compras, un concierto por la noche y un par de copas para despedir con alegría este maravilloso día. Es más, tenemos tal dominio de nuestra existencia que ya hemos programado un fantástico viaje para Semana Santa y hasta ya estamos organizando unas fascinantes vacaciones en el verano... Rebosamos felicidad por todos los poros de nuestra piel... hasta que todos nuestros elaborados planes se hunden sepultados bajos los efectos de una breve sacudida de la tierra, de la desaparición de un ser querido o de cualquier otra inesperada catástrofe. Y entonces lo que hasta ese momento ocupaba todas nuestras preocupaciones nos parece un lujo absurdo y aquello otro que nos parecía de mínimo valor de repente adquiere una dimensión completamente diferente y nos sorprendemos anhelando lo que antes dábamos por seguro. Y como esos japoneses que, desde un alto seguro, ven pasar las casas arrastradas por el tsunami, nos descubrimos contemplando el paso de nuestra vida como simples espectadores de una película en la que nos creíamos protagonistas. Es curioso como, en estos casos, los recuerdos de tantos momentos maravillosos se trufan de arrepentimiento por todo aquello que deberíamos haber hecho y no llegamos a hacer. Aquel viaje que se quedó en proyecto, aquella visita que no llegamos a hacer, aquel perdón que no pedimos, aquel abrazo que no dimos, aquel beso que reprimimos, aquella palabra cariñosa que nos callamos... Y entonces se nos revela una vida que no vivimos. Y entonces se desmorona nuestro castillo de certezas en el que estábamos tan cómodamente instalados. Porque esa sacudida nos muestra en toda su crudeza la tremenda fragilidad humana. Y es que por mucho que nos empeñemos en tratar de tenerlo todo bajo control, nunca sabemos a ciencia cierta dónde ni cómo vamos a estar al segundo siguiente. Pero, como hasta lo más frágil se puede reforzar, confío en que la solidaridad humana propicie que los que ahora sufren una pérdida terrible, en Japón y aquí, encuentren la ayuda que necesitan para recuperarse y volver a sentir el abrazo de la felicidad.

9 de marzo de 2011

Mari Paz

Mari Paz, en Arrate, en
febrero de 1981
A Mari Paz la conocí el día que asesinaron a John Lennon. Ella vivía en Burgos y yo, en Eibar. Menos de 200 kilómetros de distancia, pero todo un mundo cuando no tienes coche ni un céntimo en el bolsillo para moverte. Nos encontramos en unas circunstancias especialmente difíciles para mí. Cuando sientes que te hundes en un pozo que parece no tener fondo, cuando ya desesperas de que pueda haber solución, de no sabes dónde aparece una mano salvadora que te rescata y te vuelve a llevar a la superficie. La coyuntura personal tampoco era fácil para ella. Y, sin embargo, arriesgó y se la jugó por mí. Nuestra historia duró apenas tres meses. Suficiente para ganarse mi amor eterno y para que me congraciara con la vida. Desde entonces, cada vez que siento que flaquea mi fe en el ser humano, pienso en Mari Paz y siento como vuelve a resplandecer la confianza en los demás.

Cuando pienso en ella, siento aún un pellizco en el corazón. Cuando pienso en ella, pienso en realidad en esos calambres en el estómago, ese cosquilleo que se extiende por todo el cuerpo y que hace que sientas cada poro de tu piel como un descubrimiento. Un festival de sensaciones que se disparan como fuegos artificiales e iluminan la noche en una orgía de colores. Y sientes como fluye por tu interior una extraña energía, una energía desconocida, que no sabes bien de dónde nace pero que te transporta a una nueva dimensión, que te hace sentir el ser más poderoso del Universo, capaz de surcar los siete mares y ascender a las montañas más altas para conseguir lo que deseas. Sientes que tienes el mundo en tus manos. Y entonces, paradójicamente, descubres que todo te sobra, porque el mundo se ha reducido a dos. El tiempo y el espacio han quedado en suspenso. Las fronteras del cosmos las fija la distancia de su mirada, abarcan hasta el límite donde alcanza el eco de los latidos de su corazón, porque te alimentas de su aliento y del contacto de su piel. Y la medida del tiempo es el que compartes con ella y el lapso que falta para volver a verla. El amor es la supresión de la distancia (queda la intimidad como espacio único) y del tiempo, que no cuenta porque no importa. El amor es un punto de luz que lo ilumina todo y que te guía por el mundo exterior, ese por el que debes transitar con botellas de oxígeno porque sientes que te falta el aire cuando estás lejos de ella, de la cueva en la que acumulas energía. Hasta que te desborda y experimentas el empuje que te excita y te incita a comerte el mundo. Porque, con ella a tu lado, te sientes indestructible. Hasta que un día, sin previo aviso el universo estalla en mil pedazos, y tu te conviertes en un punto ínfimo en un espacio infinito, atrapado en un tiempo que dura eternamente porque no se mueve, no transcurre.


Y vuelves a empezar. Todo pasa, pero todo queda en el recuerdo. Nada se olvida, porque lo nuevo no hace desaparecer lo antiguo. Es como un objeto exclusivo. Lo puedes sustituir por otro, pero jamás igualará a aquel. Será otra cosa. Y nada hay más exclusivo que las personas, porque cada una es única e irremplazable. Así que cada despedida añade una cicatriz al corazón y hace que uno avance por la vida hecho jirones. A la espera de encontrar una Mari Paz que te lama las heridas, te insufle nuevos ánimos, te mire a los ojos y te ilumine la mirada para que encuentres un nuevo camino donde hasta ese momento solo veías maleza.

Fueron solo tres meses. Pero no es cuestión de tiempo, sino de intensidad. Porque la esencia carece de dimensiones. Es un soplo vital que perdura mientras creas en el otro. Mari Paz se despidió de mí con un beso, lágrimas en los ojos y un "eres un cielo". De eso hace ahora 30 años. Pero sigue presente en mí como si el tiempo no hubiera pasado. Aún hoy siento el húmedo calor de sus labios y me sigue dominando la congoja, el irrefrenable ansia de llorar. Y, sobre todo, daría mi vida porque el "eres un cielo" se convirtiera en un "te quiero".

5 de marzo de 2011

La sombra de una ilusión

Entrevistando a Claude Julien,
 director de Le Monde Diplomatique
 A los 14 años de edad decidí que de mayor quería ser periodista. Y aquí estoy, casi 40 años después. No sé bien qué me llevó a tomar aquella determinación, pero sirve para explicar un poco como soy. Puedo marear mucho la perdiz antes de resolver, pero una vez que decido algo que considero importante es muy difícil que cambie de opinión. Soy muy terco, a veces obsesivo, y me mantengo firme hasta el final. Así que cuatro decenios después de haber escogido el camino que me ha traído hasta aquí he de admitir que estoy muy satisfecho del camino recorrido. A pesar de los sinsabores y las decepciones, pero así es la vida, una sucesión de tropiezos seguidos de la alegría de volver a levantarse.

Con una compañera, asturiana,
en La Voz de Euskadi
En fin, creo que el auténtico culpable de que esté aquí hoy es Tomás de la Quadra Salcedo y aquellos reportajes suyos que emitía TVE. Entonces, la única televisión, porque ni tenía accedo al segundo canal. Como a tantos, me entró el gusanillo de viajar y de recorrer el mundo para contar lo que pasaba por los cuatro rincones del globo. En mi ingenuidad, no podía imaginar que podría hacerse periodismo de otra manera. Después vinieron los mil y un planes, primero con Jesús para ir a Guinea, a propósito de la caída del dictador Macías. Más tarde, con Míkel, para irnos a contar la revolución sandinista. Pero los sueños sueños son. Lo malo es que nunca se convirtieron en realidad. Y lo peor, que la posterior evolución de aquellas revoluciones, que como tantas otras acabaron traicionadas por los mismos que las impulsaron, han asentado en mi un profundo escepticismo sobre este tipo de movimientos populares, apasionantes y emocionantes en su energía inicial, frustrantes en su decantación final.

En 1991, con Juan Ramón Díaz,
entonces director de La Voz de Galicia
En aquel entusiasmo romántico sobre las bondades redentoras del periodismo influyó sobremanera una excitante entrevista que pude hacer a Claude Julien, entonces director de Le Monde Diplomatique. Me impactó su pasión por cuanto acontecía en el mundo entero, su conocimiento enciclopédico de tantos países, y sobre todo su visión cosmopolita del periodismo, de que no podíamos ser ajenos a nada de lo que ocurría en cualquier parte del planeta, de que cualquier drama e injusticia, por alejada que estuviera geográficamente, debía apelar a nuestra conciencia. Pero en lugar de irme a recorrer el mundo, me sumé a otra aventura: poner en marcha un nuevo periódico, La Voz de Euskadi. Una aventura apasionante que, como las revoluciones antes citadas, acabó en frustración. Allí descubrí, en mi trabajo personal, otro tipo de periodismo, el de vocación comunitaria, un periodismo local apegado a los intereses y, sobre todo, al servicio de los ciudadanos. Fue un trabajo de locos, en el que no había descanso y en el que recuerdo haber trabajado 40 horas seguidas, sin dormir, con motivo de las inundaciones en Euskadi de 1983, tiempo en el que recorrí dos veces la provincia de Guipúzcoa con un piloto de rallies. ¡Tiempos aquellos! Pero el periódico, como tantas otras cosas en Euskadi, acabó naufragando por el dogmatismo de muchos y la batalla política en torno a cualquier cosa. Baste decir que en aquella redacción intentamos convivir gentes tan diversas como Pepe Rei, José María Calleja, el escritor Javier García Sánchez o el activista Héctor Anabitarte. Una locura muy instructiva en muchos aspectos, pero asfixiante en lo esencial. Y que a mí me sirvió para concluir que jamás volvería a trabajar como periodista en Euskadi. Al menos en aquellas circunstancias, en las que lo que importaba no era aproximarse a la realidad, sino justo lo contrario, crear una realidad publicada que respondiera a lo que algunos deseaban que fuera.

Un sesgo informativo no muy alejado del que se ha extendido hoy en día en toda la prensa so pretexto, bajo la máscara, diría mejor, de interpretar la realidad. Burda falacia, vulgar excusa para tratar de imponer nuestras opiniones, habitualmente insuficientemente fundamentadas y siempre sometidas al interés de la empresa. Unas empresas que pretenden instituirse como fuentes de poder, usurpando la legitimidad que corresponde a otros órganos y abusando de una posición de autoridad que se habían ganado tras muchos años de hacer lo que les corresponde, buen periodismo. Como el que aprendí a hacer en La Voz. En lo personal, posiblemente nunca con los recursos suficientes, siempre con un enorme sacrificio, pero con la enorme ilusión de hacer aquello en lo que creía,  la consideración de los compañeros, y en un ambiente en el que lo que verdaderamente importaba era hacerlo lo mejor posible, en una obsesión permanente por la perfección y, sobre todo, por la verdad. Un esfuerzo constante por honrar la realidad y explicarla en su complejidad y profundidad, desde el respeto a la pluralidad de perspectivas y la diversidad de opiniones.

Hoy, casi 40 años después de aquella decisión, sigo alegrándome de haberla tomado. Y, a pesar de los pesares, sigo amando el periodismo, aunque me repugne la basura que muchos intentan hacer pasar por tal y sea muy escéptico sobre la viabilidad del sistema de medios en su configuración actual. Unas empresas que se han convertido en dinosaurios inadaptados a la nueva realidad, intentando sobrevivir en un ecosistema que ya no dominan con los instrumentos del viejo orden. Unas empresas obsesionadas por mantener cautivo a un público que le da la espalda porque ya no recibe lo que espera: buena, plural y rigurosa información. Un público más preparado que nunca, que sabe lo que quiere, que sabe discernir cuando le engañan e intentan manipular, cuando le venden gato por liebre, que sabe perfectamentemixtificar la realidad; de estar en los sitios donde se hace la historia para ponerse a su servicio; de dar voz a quien tiene algo realmente interesante que decir, no simple espejo de la vulgaridad humana; de pensar en los intereses de la comunidad y no de los grupos de poder; donde está la gente que quiere comprender la realidad para transformarla y mejorarla, no para imponer su verdad y mantener un ejército de cautivos. Esa es mi ilusión y mi esperanza. El periodismo pervivirá, aunque haya mucho que lo quieran matar.

1 de marzo de 2011

Amparo Muñoz y el sentido de la vida

Ayer me desperté con la noticia de la muerte de Amparo Muñoz. Una triste manera de empezar una semana. No era una actriz maravillosa, aunque hizo algunos trabajos dignos. Pero era una de las mujeres más bellas que he visto en mi vida. He de admitir que puedo quedarme ensimismado admirando el esplendor de una mirada, quedarme atrapado en el gozo de una sonrisa. ¿Qué mayor regalo puede haber en esta vida que poder deleitarse con un rayo de hermosura? Nos embobamos ante un bonito paisaje, nos quedamos hipnotizados ante ciertas obras de arte, nos dejamos cautivar por una agradable melodía. ¿Por qué no hemos de gozar con la misma felicidad de la belleza humana? Amparo Muñoz era uno de eses preciosos seres que habría que proteger, porque con su mera presencia, con su simple contemplación nos alegran la vida y nos animan el espíritu. Pero además de eso, Amparo representaba también una cierta idea de libertad, esa libertad que con tanta ansia perseguíamos en los años 70. Su fortaleza para renunciar a la corona de Miss Universo, la independencia y autonomía desde la que abordó alguno de sus personajes en el cine (aunque fueran incluso más los deleznables, peajes de la época) fueron también ejemplo de emancipación.

Pero lo que debería ser motivo de celebración, acabó por ser fuente de tragedia y por convertirla en un juguete roto. Tocó el cielo con los dedos y la vida le cobró un precio demasiado alto. Es muy duro sustraerse a la tentación cuando te lo ofrecen todo. Especialmente cuando procedes de una familia modesta y lo único que has conocido han sido las penurias. Es difícil encontrar el verdadero sitio de uno cuando te muestran un espejo que te devuelve una imagen deforme de la realidad. Cuando alguien destaca por algo, cuando alguien tiene algo que no tienen los demás (belleza, inteligencia o lo que sea), siempre aparecen los buitres que llegan para aprovecharse, explotar  y beneficiarse de tu don. Y cuando te han exprimido todo el jugo, te abandonan y te dejan en la cuneta, como un objeto inservible. Pero es tan complicado renunciar al caramelo cuando te lo ponen delante. Dice el proverbio que no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita. Yo diría que el más rico es quien tiene justo lo que necesita. Pero a menudo es imposible saber lo que uno precisa, sobre todo cuando esta sociedad te pone delante un dulce detrás de otro. Nunca nos es suficiente, siempre queremos más, siempre ansiamos otra cosa. Y en esa búsqueda incesante a menudo perdemos todo lo que tenemos. La felicidad es una cuestión homeostática, de equilibrio. De dar sentido a nuestra vida. A menudo nos cuesta reconocernos en los que los otros nos dicen que somos. Al final, lo importante es tener la sensación de que lo que hacemos cada día es útil, de que tiene una valor para alguien, de que hay quien nos agradece eso que hemos dado de nosotros. Una sonrisa en el momento justo, un abrazo cuando lo necesitas. Esa es quizás la mejor recompensa en la vida.

Pero a menudo nos dejamos engañar por los oropeles. Somos seres débiles que sucumbimos a la presión de la sociedad. Esa sociedad que nos obliga a ser incluso lo que no queremos, que nos fuerza a ir siempre un paso más allá de lo que deseamos. Esa sociedad que si eres guapo o guapa te obliga a estar siempre en perfecto estado de presentación, porque de lo contrario te destierra. Así hay tantos, sobre todo tantas, que sucumben y van dejando su belleza en las clínicas de estética. O esas otras personas que intentan moldearse en los gabinetes psicológicos como si la personalidad fuera un montón de barro. Pero no, las personas somos seres imperfectos, que junto a cualidades maravillosas tenemos defectos que nos definen tanto como las virtudes. Y sin los unos o las otras dejamos de ser quienes de verdad somos.

 Como si fuera una premonición, la semana pasada me tope en TVG con un pequeño retazo de una excelente entrevista que una periodista de la cadena había hecho a Amparo Muñoz en los años 90. Admiro a los periodistas que son capaces de desnudar el alma de los entrevistados. Para eso no sirve cualquiera. Hay que ser realmente buenos, tener sensibilidad, empatía y la finura emocional adecuadas para guiar al entrevistado hasta los rincones más profundos de su ser. Y lo hacen siempre desde el respeto y el amor a la persona y al personaje. Tengo la enorme suerte de conocer a dos de esos cirujanos de las emociones. En un caso compartimos páginas al sol de Galicia, en el otro caso compartimos momentos memorables de nuestras vidas.  Qué diferencia respecto a esos otros medios, respecto a ese otro periodismo que hoy se dedica a traficar con los instintos más bajos del ser humano y con las miserias de la gente para engrosar su cuenta de resultados. Ese periodismo que tan bien representa lo peor de nuestra sociedad. Ese periodismo asqueroso que, como un tumor maligno, se está metastatizando por todos los medios de comunicación. Un periodismo por el que no derramaré ninguna lágrima cuando se hunda en su propia mezquindad. Ese periodismo que tanto ayuda a destrozar vidas y crear juguetes rotos como Amparo Muñoz, que al final de sus días, ella que fue la reina de la belleza, ya no se reconocía en el espejo. Descanse en paz.