18 de marzo de 2011

De la dignidad

A todos nos embarga un hondo sentimiento de pesar y solidaridad por la sucesión de catástrofes que, en una especie de maldición bíblica, han caído sobre el pueblo japonés. Y creo también que a todos nos admira la entereza, la fortaleza con la que han afrontado la tragedia. Nos sorprende que, en el desastre, los ciudadanos respondan en perfecto orden, sin alborotos ni pillajes, y sin derramar una lágrima en público. Nuestras respuestas, las conductas personales, están condicionadas siempre por patrones culturales. Más allá de variaciones individuales, reaccionamos de acuerdo con valores interiorizados a lo largo de nuestra vida y que se han ido decantando a lo largo generaciones. El pueblo japonés (los orientales en general) se ha formado en el autocontrol y en el sometimiento tanto a la tradición como a la autoridad. Esto explica que los japoneses solo lloren en privado, porque mostrar el dolor en público solo sirve para extender la energía negativa hacia los demás. Es una cuestión de dignidad, personal y colectiva.

La dignidad, una virtud en desuso en una época de valores líquidos, de debilitamiento del contrato social, del pacto con el otro. La dignidad es mantenerse fiel a uno mismo, a los principios que nos alimentan, a los valores y creencias que nos definen, sean cuales sean las circunstancias exteriores, incluso en la adversidad. Dignidad es respetarse a uno mismo y a las obligaciones que libremente nos atribuimos. Por eso, la dignidad requiere libertad, compromiso y solidaridad. Libertad para decidir lo que somos y lo que queremos. Compromiso para defenderlo y luchar por ello. Y solidaridad con los demás, porque sin ellos no somos nada. Porque somos lo que somos en el largo plazo, nos define lo que permanece, lo que construimos para que perdure. Y este es un principio que casa mal con unos tiempos en los que se promueve justo lo contrario, el cambio constante, la búsqueda continua de algo nuevo, la crisis de lo ya conocido. Es decir, el consumismo feroz, y no ya de objetos, sino incluso de personas y relaciones. La vida se agota en el corto plazo y eso desemboca en la insatisfacción permanente. Esta cualidad esencial del capitalismo se ha extendido con la globalización y explica en el fondo la actual crisis económica, fruto de la ambición desmedida de quienes en su afán por enriquecerse lo han apostado todo al corto plazo. Occidente desprecia lo que perdura y con ello se ha hundido en la indignidad.

Los japoneses, fieles a la tradición, han reaccionado con dignidad a las tragedias, y eso hará que salgan adelante como han hecho en tantas otras ocasiones a lo largo de la historia. Un sentido de la dignidad similar al que ha llevado a los pueblos árabes a rebelarse contra los tiranos tras décadas de sometimiento. Por eso es importante que no dejemos solos a los libios que se han levantado contra Gadafi arriesgando su propia vida. La política es siempre un depurado ejercicio de cinismo, pero todo tiene un límite. Y no se puede seguir mirando para otro lado mientras el opresor masacra a su propio pueblo. Aunque las razones que impulsan a las potencias a intervenir sean en más de un caso nada confesables. Pero hay que defender la dignidad de los sojuzgados y ejercer la propia. Porque luchando por los valores que defendemos, peleando por lo que queremos, nos dignificamos y crecemos como personas.

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