21 de marzo de 2011

Ya es primavera

Marzo de 1989, en el
 Monte do Castro (Vigo)
Hoy comienza oficialmente la primavera, preludiada por un fin de semana en el que ha hecho un tiempo maravilloso. Y todo junto me ha hecho recordar la época, hace ya unos cuantos años, en los que cuando llegaba el primer fin de semana de sol y buena temperatura nos íbamos a Vigo para, el domingo, regresar a Coruña bordeando toda la costa. Ya al final del trayecto se hacía pesado, pero el viaje era una auténtica gozada. Era una increíble carga de energía tras un invierno habitualmente largo y gris. Era también una buena forma, aunque algo apresurada, de ir conociendo Galicia. Una Galicia que he redescubierto algo más a fondo en el último año. Y me he reafirmado en mi idea de que es una tierra maravillosa, paisajísticamente extraordinaria, muy acogedora y agradable cuando hace buen tiempo, y no tanto en el resto de las ocasiones. Aunque si uno está bien resguardado, incluso los días de temporal tienen su encanto. Un tanto melancólico, pero atractivo al fin y al cabo.


Son numerosos los lugares que ahora mismo se me vienen a la cabeza. Pero hay dos que dominan sobre todos ellos, y en ambos casos se trata de playas: Ancoradoiro y Aguieira. Dos arenales maravillosos en sí mismos, pero que se han adherido a mí no por su belleza connatural, sino por las memorables experiencias ligadas a ellos. Lo emocional se impone a lo físico, lo subjetivo reviste a lo objetivo. Lo que me hace pensar en el valor de los recuerdos y en cómo construimos nuestra propia realidad. A menudo, el pasado se nos impone de una forma diferente a como lo vivimos en el momento en que transcurrió. Es curioso como a veces nos emocionamos al revivir situaciones que cuando sucedieron transitamos por ellas con frialdad, incluso con malestar, o sencillamente nos dejaron indiferentes. Y, sin embargo, con el paso del tiempo se nos imponen de manera poderosa con un valor que no hubiéramos previsto en su origen. Siempre aplicamos una memoria selectiva sobre nuestro pasado, de forma que recuperamos aquello que nos es útil o da sentido a nuestro presente, y escondemos o dejamos en un segundo plano todo lo demás.

Quiero decir que nuestra vida es, en buena medida, una construcción mental. No es que la realidad carezca de valor, sino que depende de la mirada. Pero la observación nunca es inocente. Estamos llenos de prejuicios que nos hacen ver la vida desde una determinada perspectiva. Y no hablo aquí de “prejuicios” en términos negativos, sino como lo que va quedando, lo permanente, los sedimentos de nuestras vidas, lo que nos hace ser como somos y nos sirve de instrumental para afrontar cada acto de nuestro presente. La realidad no se nos impone, sino que nosotros la moldeamos de acuerdo a nuestras necesidades, intereses, objetivos, temores... La realidad es una determinada percepción de lo que vivimos, y eso es lo que nos hace tan vulnerables. Y tan manipulables. Y que nos equivoquemos con tanta facilidad. Porque acostumbramos a reducir lo nuevo a los esquemas de lo pasado, de lo ya conocido, para evaluarlo de acuerdo a esquemas mentales que ya nos han resultado útiles y en los que nos sentimos cómodos. Pero a menudo eso nos hace perdernos la riqueza de matices de lo nuevo y nos lleva a errar en el juicio de lo que cambia. Por eso, la verdad es siempre el resultado de una tensión continua entre lo objetivo, lo que sucede fuera de nosotros, y la forma en que nosotros lo vemos, interpretamos, juzgamos e interiorizamos.

Y si la vida es una cuestión mental, ¿qué mejor que encarar con la mejor de las predisposiciones la primavera que acabamos de estrenar? Porque el futuro también se escribe en función de nuestras propias expectativas.

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