23 de febrero de 2011
En la noche de la historia
Cuando era niño, oía a mis padres hablar de la guerra civil y me parecía algo tan extraño que tenía la impresión de que me estaban contando una película de indios y vaqueros. Y solo habían transcurrido treinta años. Los mismos que se cumplen hoy del fallido golpe de Estado del 23-F. Mi hija pequeña, que tiene 14 años, veía el otro día un reportaje sobre el asalto al Congreso y mostraba la misma expresión de asombrada perplejidad que había sentido yo de chiquillo. Sin embargo, retengo muy viva en mi memoria aquella noche. La asonada me pilló haciendo el servicio militar en San Fernando. Como estaba destinado en el cuartel general, vi el constante ir y venir de jefes y oficiales, las discusiones detrás de las puertas de los despachos, mientras mis compañeros dormían vestidos y con los pertrechos a mano por si tenían que salir a la calle. A menudo, la memoria suele ser frágil, pero es terriblemente poderosa para guardar lo verdaderamente importante. Por eso, quienes lo vivimos, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor sensación de peligro personal, debemos alimentar constantemente la llama del recuerdo. Porque los riesgos de la involución, aunque no sea por la fuerza de las armas, acechan en cada rincón. La libertad se gana en cada uno de nuestros gestos, se defiende en cada acto de nuestra vida. Nada se puede dar por conseguido, porque las sombras pueden acecharnos en cada esquina. Hoy sentía un íntimo orgullo profesional al ver la primera página de la edición que distribuyó El País a las 8 de la tarde de aquel día. Cuando nada estaba decidido aún, tuvo la valentía de salir en defensa de la Constitución y de la convivencia en democracia de todos los españoles. Fue un gesto de un periodismo comprometido con la sociedad que añoro con tristeza. Y que contrasta dolorosamente con el periodismo de guerrilla y patio de vecinos que predomina hoy. Pero de eso hablaremos otro día. Lo importante ahora es proclamar bien alto que el destino está en nuestra manos y solo nosotros, ciudadanos libres, podemos decidir nuestro futuro, porque nadie tiene derecho ni va a poder usurpárnoslo, por muy poderoso que sea, por muchas armas o dinero que tenga. Y eso que vale para nosotros sirve para todos los pueblos del mundo. Porque nuestra libertad no está completa sin la del resto de los seres humanos del planeta. Por eso, hoy debemos estar con todos los ciudadanos árabes que se levantan contra los dictadores que los oprimen desde hace tantos años, con todos esos ciudadanos que como los libios se están jugando la vida para liberarse del yugo que los sojuzga. Porque todos los tiranos, sean del pelaje que sean, deben pasar para siempre a lo más oscuro de la noche de la historia.
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