Ayer me desperté con la noticia de la muerte de Amparo Muñoz. Una triste manera de empezar una semana. No era una actriz maravillosa, aunque hizo algunos trabajos dignos. Pero era una de las mujeres más bellas que he visto en mi vida. He de admitir que puedo quedarme ensimismado admirando el esplendor de una mirada, quedarme atrapado en el gozo de una sonrisa. ¿Qué mayor regalo puede haber en esta vida que poder deleitarse con un rayo de hermosura? Nos embobamos ante un bonito paisaje, nos quedamos hipnotizados ante ciertas obras de arte, nos dejamos cautivar por una agradable melodía. ¿Por qué no hemos de gozar con la misma felicidad de la belleza humana? Amparo Muñoz era uno de eses preciosos seres que habría que proteger, porque con su mera presencia, con su simple contemplación nos alegran la vida y nos animan el espíritu. Pero además de eso, Amparo representaba también una cierta idea de libertad, esa libertad que con tanta ansia perseguíamos en los años 70. Su fortaleza para renunciar a la corona de Miss Universo, la independencia y autonomía desde la que abordó alguno de sus personajes en el cine (aunque fueran incluso más los deleznables, peajes de la época) fueron también ejemplo de emancipación.
Pero lo que debería ser motivo de celebración, acabó por ser fuente de tragedia y por convertirla en un juguete roto. Tocó el cielo con los dedos y la vida le cobró un precio demasiado alto. Es muy duro sustraerse a la tentación cuando te lo ofrecen todo. Especialmente cuando procedes de una familia modesta y lo único que has conocido han sido las penurias. Es difícil encontrar el verdadero sitio de uno cuando te muestran un espejo que te devuelve una imagen deforme de la realidad. Cuando alguien destaca por algo, cuando alguien tiene algo que no tienen los demás (belleza, inteligencia o lo que sea), siempre aparecen los buitres que llegan para aprovecharse, explotar y beneficiarse de tu don. Y cuando te han exprimido todo el jugo, te abandonan y te dejan en la cuneta, como un objeto inservible. Pero es tan complicado renunciar al caramelo cuando te lo ponen delante. Dice el proverbio que no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita. Yo diría que el más rico es quien tiene justo lo que necesita. Pero a menudo es imposible saber lo que uno precisa, sobre todo cuando esta sociedad te pone delante un dulce detrás de otro. Nunca nos es suficiente, siempre queremos más, siempre ansiamos otra cosa. Y en esa búsqueda incesante a menudo perdemos todo lo que tenemos. La felicidad es una cuestión homeostática, de equilibrio. De dar sentido a nuestra vida. A menudo nos cuesta reconocernos en los que los otros nos dicen que somos. Al final, lo importante es tener la sensación de que lo que hacemos cada día es útil, de que tiene una valor para alguien, de que hay quien nos agradece eso que hemos dado de nosotros. Una sonrisa en el momento justo, un abrazo cuando lo necesitas. Esa es quizás la mejor recompensa en la vida.
Pero a menudo nos dejamos engañar por los oropeles. Somos seres débiles que sucumbimos a la presión de la sociedad. Esa sociedad que nos obliga a ser incluso lo que no queremos, que nos fuerza a ir siempre un paso más allá de lo que deseamos. Esa sociedad que si eres guapo o guapa te obliga a estar siempre en perfecto estado de presentación, porque de lo contrario te destierra. Así hay tantos, sobre todo tantas, que sucumben y van dejando su belleza en las clínicas de estética. O esas otras personas que intentan moldearse en los gabinetes psicológicos como si la personalidad fuera un montón de barro. Pero no, las personas somos seres imperfectos, que junto a cualidades maravillosas tenemos defectos que nos definen tanto como las virtudes. Y sin los unos o las otras dejamos de ser quienes de verdad somos.
Como si fuera una premonición, la semana pasada me tope en TVG con un pequeño retazo de una excelente entrevista que una periodista de la cadena había hecho a Amparo Muñoz en los años 90. Admiro a los periodistas que son capaces de desnudar el alma de los entrevistados. Para eso no sirve cualquiera. Hay que ser realmente buenos, tener sensibilidad, empatía y la finura emocional adecuadas para guiar al entrevistado hasta los rincones más profundos de su ser. Y lo hacen siempre desde el respeto y el amor a la persona y al personaje. Tengo la enorme suerte de conocer a dos de esos cirujanos de las emociones. En un caso compartimos páginas al sol de Galicia, en el otro caso compartimos momentos memorables de nuestras vidas. Qué diferencia respecto a esos otros medios, respecto a ese otro periodismo que hoy se dedica a traficar con los instintos más bajos del ser humano y con las miserias de la gente para engrosar su cuenta de resultados. Ese periodismo que tan bien representa lo peor de nuestra sociedad. Ese periodismo asqueroso que, como un tumor maligno, se está metastatizando por todos los medios de comunicación. Un periodismo por el que no derramaré ninguna lágrima cuando se hunda en su propia mezquindad. Ese periodismo que tanto ayuda a destrozar vidas y crear juguetes rotos como Amparo Muñoz, que al final de sus días, ella que fue la reina de la belleza, ya no se reconocía en el espejo. Descanse en paz.
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