31 de julio de 2011

La maldición de los 27

Era una muerte anunciada, pero no por eso menos conmovedora. El trágico desenlace de Amy Winehouse me ha impactado, como creo que a la mayoría. Porque la muerte es un tránsito sin vuelta atrás que inevitablemente deja en quienes nos quedamos aquí un vacío imposible de llenar. Aunque haya una barrera generacional que me impide acercarme a ella con la misma intensidad que a otros, su música es maravillosa y su segundo disco está lleno de joyas que perdurarán con el paso del tiempo. Y eso es algo que la engrandece, que trasciende las miserias de su vida personal, asaetada por las mismas desdichas y desventuras que a todos nos aquejan, aunque no todos nos hundamos en el mismo pozo. Porque lo que nos humaniza, lo que más nos acerca a los demás es el dolor, el sufrimiento, nunca el éxito, motivo de emulación, también de envidia, pero no de solidaridad.

Cada generación genera sus propios mitos, aquellos que representan sueños y aspiraciones, pero también los que reflejan con mayor nitidez nuestras propias frustraciones, fracasos y pesares. Nos gustaría emular a los primeros pero a menudo es más fácil identificarse con los segundos, o al menos los sentimos más próximos. Los primeros nos estimulan, despiertan nuestra admiración; los últimos, aplacan nuestros ánimos y nos reconcilian con nosotros mismos y nuestras debilidades. Son como el chico o la chica maravillosa con la que fantaseas, pero que sabes inalcanzable, y aquel otro o aquella otra con la que al final te quedas, en apariencia no tan fascinante, pero después de todo es el tuyo o la tuya, y nada hay más extraordinario. Y nos acostumbramos a vivir en la tensión permanente entre aquello que deseamos y lo que realmente podemos conseguir.

Y nadie escapa a esa angustia que nos coloca ante el abismo que nos aleja de aquello que más deseamos, que nos hace seres disociados, campo de batalla de una contienda sin fin entre lo que queremos y lo que tenemos, aquello a lo que aspiramos y lo que somos capaces de conseguir. Unos consiguen reconciliarse consigo mismo, con sus carencias y debilidades, pero otros muchos sucumben y se precipitan por el barranco. Son aquellos que han hecho de su vida una búsqueda continua, obsesionados en un camino de perfección que no encuentra su destino. Insatisfechos con un mundo que les ofrece todo pero no les da nada que les interese. Solo retazos de una felicidad efímera, un cometa fugaz que se esfuma con la misma facilidad con la que había llegado. Un instante de dicha suprema que se intenta recuperar con desesperación pero que pocas veces vuelve. Y la búsqueda prosigue, y el cisma se agranda, y el dolor se hace llaga. Porque ya lo cantaba Mick Jagger: no hay satisfacción.

Y entonces la vida se convierte en una huida sin fin... o sí, con el final de todo, que es la muerte. Le ha ocurrido a Amy como antes le sucedió a Jimi Hendrix, a Janis Joplin y a Jim Morrison. Separados generacionalmente, pero unidos por la maldición de los 27 años y, sobre todo, por una misma herida vital que supuraba soledad, desamparo, vacío y malestar. Como cantaba Janis en Work me, lord, el tema que acompaña este post, en la impresionante versión que hizo en el festival de Woodstock.

Me siento tan sola aquí abajo,
Sin nadie que me ame,
A pesar que he buscado por todos lados, 
Y he buscado en todas partes,
Y no encuentro a quién amar,
a nadie que sienta mi cariño.


Y no hay nada que calme la aflicción, y no hay nada que llene el vacío, y no hay nada que cure la herida. Porque los remedios son bálsamos que solo mitigan el dolor, que solo ofrecen una tregua al tormento interior. Solo una alivio que no cura, pero alimenta la úlcera.


Señor, no sabes lo difícil que es tratar de vivir,
Cuando estás completamente solo.
Todos los días sigo empujando,
Trato de ir hacia adelante.
Pero algo me arrastra hacia atrás.



Y el camino solo tiene un final: la muerte. Esa que a todos nos espera pero que algunos se empeñan en abrazar antes de tiempo porque el viaje se les hace ya pesado y sin sentido. Porque todos la buscamos, pero la felicidad es un fino alambre sobre el que hay que deambular como un funambulista. Y no es fácil permanecer en el sin caerse al vacío. Como le ha ocurrido a Amy Winehouse. Descanse en paz.







22 de abril de 2011

"Qualsevol nit pot sortir el sol" (Sisa)

Como disco, es uno de los mejores, por su originalidad y sensibilidad, de los editados en España. Como canción, Qualselvol nit pot sortir el sol es un himno a la esperanza, lleno de magia y de ternura. Cualidades admirables en cualquier tiempo y lugar, pero especialmente valorables en las circunstancias en las que se publicó: en 1975, el año de la muerte de Franco. Cuando el país se echaba a la calle para ganarse una vida en libertad que se le había negado durante 40 años, cuando las protestas callejeras y la lucha política se imponían como las únicas formas útiles para conquistar un futuro que creíamos al alcance de nuestras manos, un futuro en el que nos parecía que todo era posible, porque nos sentíamos capaces de conseguir una sociedad libre, más justa e igualitaria. En ese contexto, chocaban propuestas como la de Jaume Sisa, y otros como él (Pau Riba, por dar un nombre ya tópicamente asociado a él), que preferían mirar hacia el interior. Versión castiza del movimiento hippie, defendían a capa y espada el principio de que la revolución empieza por uno mismo. Y las drogas y la música eran las herramientas más apropiadas para lograr esa transformación de la persona. Nace así una particular psicodelia catalana, en la que Pau Riba representa el lado más salvaje y roquero, Sisa, el costumbrista, intimista, pero también surrealista y un tanto extravagante. Y de ambos, pero especialmente de este último, bebe Manel, el fenómeno del momento. Tuve la oportunidad de ver la presentación de Qualselvol en la mítica sala Zeleste, de Barcelona, y aún hoy, 36 años después, mantengo vivo el impacto de aquel concierto loco, extraño, pero emocionalmente intenso. Tanto como el disco entero, del que destaco una canción, la más emblemática, aunque los ocho temas que lo componen destilan el mismo hechizo, el mismo encantamiento. El entrañable Fill del mestre, la evocadora El sete cel ("historia cierta de los siete cielos, siete paraísos mágicos y encantados" ...  "y el sexto cielo está copiado del séptimo cielo que has engendrado en tu cabeza"), la surrealista Germá aire, la cabaretera Maniquí, la costumbrista Canço de la font del gat, esa preciosidad llamada María Lluna ("María Luna, yo quiero seguirte; suspendidos de la nada viviremos tu y yo; María Luna, no me digas que no"), el querido Senyor Botiguer, y, finalmente, la joya de la corona: Qualsevol nit por sortir el sol


Un piano juguetón nos introduce en "una noche clara y tranquila", "y van llegando los invitados, que van llenando toda la casa de colores y de perfumes". Y van apareciendo todos nuestros héroes de la infancia, aquellos que nos hicieron soñar, reír, imaginar un mundo en el que todos nuestros deseos eran posibles. Aquel ingenuo optimismo que fuimos perdiendo con el paso de los años, pero que nunca es tarde para recuperar. "¡Oh, bienvenidos!, pasad, pasad; de las tristezas haremos humo; mi casa es vuestra casa, si es que hay casas de alguien". La noche se llena de magia, de un encantamiento especial, de esa ilusión única que a uno le hace levitar cuando siente que tiene todo cuanto necesita, que tiene la vida entera en sus manos porque más allá del universo que le rodea no hay nada que merezca la pena, porque se siente en el paraíso si es que los paraísos existen, porque se siente rodeado de toda la gente que quiere... Así que "bienvenidos, pasad, pasad; ahora ya no falta nadie; o puede que sí, ahora me doy cuenta de que tan solo faltas tu... También puedes venir si quieres; te esperamos, hay sitio para todos... El tiempo no cuenta, ni el espacio, cualquier noche puede salir el sol". Porque todo es posible cuando nos sentimos arropados por toda la gente que queremos. Es cuanto necesitamos: un lugar a donde ir y alguien que nos acoja. Y la esperanza, la creencia en que podemos conseguir aquello que deseamos. La esperanza es lo que nos hace humanos, lo que nos da una razón para continuar. Sin ella no somos nada, sin ella nos quedamos sin motivos para vivir. No podemos renunciar a aquello que ansiamos, porque es esa pasión por lo que anhelamos lo que nos define como personas. Somos lo que queremos y nos  construimos en la medida en que luchamos por conseguirlo, nos hacemos en el camino que nos lleva hasta el objetivo. Cada renuncia es un trozo de nuestra vida que se nos muere, y aunque a veces empecinarse en lo imposible solo genera frustración, siempre hay que mantener la esperanza y esforzarse hasta la extenuación por alcanzar aquello que deseamos, porque, aunque puede parecer difícil, cualquier noche puede salir el sol.



18 de abril de 2011

Persiguiendo sueños

Alba, con Luis Tosar,
en los premios Mestre Mateo
Mi hija mayor está dando sus primeros pasos como actriz. Dejó los estudios para los que se suponía que tenía cualidades y se matriculó en la Escuela de Arte Dramático de Málaga. Tras las dudas iniciales, ahora es feliz. Porque la vida es un sueño que perseguimos sin parar. Porque sin sueños, la vida se limita a una simple rutina que se repite una y otra vez en un bucle sin sentido. Los sueños nos señalan un destino y nos iluminan el camino. Porque aunque a menudo pensamos (o nos gusta pensar) que se cumplen sin más, los sueños hay que trabajarlos día a día, ganarlos paso a paso. Y en ese trayecto siempre está bien encontrar modelos a los que seguir, porque todos necesitamos referencias para avanzar. La suya en este momento es Luis Tosar, a quien conoció en el Festival de Cine de Málaga. Pero tuvo que esperar unas semanas y recorrer mil kilómetros para volver a encontrárselo en la entrega de los premios Mestre Mateo y conseguir una fotografía con él. Un pequeño gesto, una ilusión cumplida, un primer paseo por las nubes. Y se nota en el brillo de sus ojos, en la alegría desbordante de su sonrisa y en su mirada, entre arrobada y nerviosa. Al final, el camino a las estrellas está hecho de estos encuentros casuales, señales escondidas entre la maleza que nos confirman que vamos por la ruta adecuada. Y ese mínimo guiño, para unos insignificante, es para otros el mayor de los regalos, una invitación al paraíso. Porque cada paso que nos acerca al cumplimiento de nuestros sueños es motivo para la celebración. 


Y es que los sueños no son un punto de llegada, porque cada meta es siempre un nuevo punto de partida. Los sueños nunca se cumplen, porque son solo un horizonte al que siempre nos dirigimos pero que nunca alcanzamos, porque siempre hay razones para seguir más allá. Los sueños son solo una metáfora, una forma de estar en la vida a la búsqueda permanente de una nueva satisfacción, de un nuevo logro, de otra cumbre que coronar, de una consumación que siempre aspira a una más. Hay sueños de largo recorrido, que nos acompañan toda la vida, y hay otros pequeños sueños que se pueden tocar con los dedos. Pero unos y otros nos dan la energía para luchar por cumplirlos, la ilusión que nos hace seguir adelante con una sonrisa y el corazón henchido de felicidad, el ánimo para sobreponernos a las adversidades. Hay sueños trascendentes, como el que tuvo Martin Luther King o tantos otros soñadores, que sirvieron para hacer el mundo un poco mejor; hay sueños que justifican una vida, como los de la Madre Teresa o Vicente Ferrer; hay sueños que dignifican un trabajo o una carrera profesional, y hay sueños que simplemente se nos revelan tras la mirada y la sonrisa de la persona que amamos. Y hay sueños que, sin saber bien ni cómo ni por qué, se convierten en una pesadilla. En esos casos, viene bien que alguien nos despierte, aunque sea con una bofetada, para hacernos ver que nos hemos adentrado por un camino equivocado. Y hay sueños que se sueñan dormidos y otros que se sueñan despiertos. Pero sean como sean, en la vida hay que perseguir siempre los sueños. Y hay que recordar constantemente que para cumplirlos, lo primero es siempre despertarse.

31 de marzo de 2011

¡¡¡A competir...!!!


Se siente un semidiós, pero en su entorno viven en el infierno. Es soberbio, autoritario y se cree siempre en posesión de la razón. Pero no una razón ética, fruto de un consenso y más o menos estable. No, una razón puramente instrumental, orientada exclusivamente a la consecución de un objetivo, coyuntural, cambiante, siempre provisional. Es inflexible, porque tiene una misión que cumplir, una meta que alcanzar. No importa el camino, no importan las formas, solo sirve el resultado final. Ni siquiera las personas son valiosas, quedan reducidas a meras herramientas, simples medios para conseguir un fin prefijado. Un propósito que ni siquiera admite discusión, porque viene impuesto. No hay reflexión, no hay análisis, no hay crítica. La verdad, propia, única, revelada, la da por supuesta, no la cuestiona. Simplemente, ejecuta las normas sin enjuiciarlas, como quien sigue un manual de instrucciones. La jerarquía no se discute, se acepta y se impone. Porque todo el mundo debe asumirla con entusiasmo, Y quien ponga objeciones es expulsado al submundo de los incompetentes, de los traidores o de los no comprometidos con la causa, que nunca se sabe bien qué es lo peor. Un estigma que a los perdedores los marca a hierro y fuego de por vida. No tiene otra guía en la vida más que la victoria. Y el éxito es incompatible con la debilidad. El desfallecimiento es inadmisible, un síntoma que descubre a los pusilánimes. No se perdona la duda ni la vacilación. La adhesión ha de ser inquebrantable e indubitada. La diferencia, la individualidad, el criterio propio son vicios sospechosos, virtudes proscritas. El triunfo se asienta sobre el gregarismo y el guía de la manada es quien triunfa. El triunfador desprecia a los frágiles, pero también a los que no son como él, a quienes no se someten, a quienes piensan. Porque el triunfador está en una competición permanente, tratando de ser siempre el primero, el más alto, el más guapo... La vida es una guerra y el mundo, un campo de batalla. El triunfador carece de escrúpulos, porque la única norma que respeta es la que le lleva a la victoria. El triunfador solo conoce competidores.


Y hay competidores también en las relaciones personales. Esos a quienes la solidaridad, el compromiso y la cooperación entre iguales le resultan comportamientos extraños. Incluso en las relaciones amorosas buscan el valor añadido. Las racionalizan, las cuantifican. "¿Quién da más? ¿Qué aporto? ¿Qué recibo?". El triunfador convierte a la otra persona en un simple valor de intercambio. Considera que merece la pena en la medida en que le aporte algún beneficio, y se abandona en caso contrario. No entiende que las personas no pueden ser parceladas, no se pueden desmembrar: aquí lo que me interesa, aquí lo que no... Las personas son... personas, seres humanos, conjuntos orgánicos que se definen en su unicidad, como un todo en el que lo atractivo se define en función de lo menos atractivo, las virtudes en contraste con los defectos, y sin estos no existen aquellas... Pero el conquistador no soporta la imperfección ni la fragilidad del ánimo. Ni la propia ni, aún menos, la ajena. Siempre hay algo que cambiar, algo que mejorar. Nadie es nunca suficientemente bueno, siempre hay algo que falla, algo que falta. Y la búsqueda jamás concluye, ya que nunca encuentra lo que anhela. Pero en el camino se pierde a si mismo y se va quedando sin todos los demás. 


Pero quien busca el triunfo por la vía de la competición nunca gana. Porque fuera de su mundo, en el que se siente seguro, es simplemente uno más, que para él es tanto como no ser nadie. Porque su obsesiva búsqueda de la perfección solo le lleva a la insatisfacción. Así que al final, el triunfador esconde un fracaso.

24 de marzo de 2011

Las canciones de mi vida: "Mr. Tambourine Man" (The Byrds)

The Byrds es, para mi, sinónimo de alegría, luminosidad y radiante energía positiva. Y es, también, uno de los grupos más injustamente valorados de la historia del rock. Nunca han tenido el reconocimiento popular que se merece por su contribución a la música americana. Dylan es Dylan, y punto. Pero Dylan no sería Dylan si no hubieran existido The Beatles y The Byrds. El legado del grupo encabezado por Roger McGuinn, y por el que pasaron David Crosby, Gene Clark y Gram Parsons, es tan enorme que su influencia alcanza a gente como Bruce Springsteen, Tom Petty, REM y Wilco. Pero son solo unos cuantos ejemplos. Porque, al margen de todo lo que bebe de la música negra, el resto del rock americano hunde sus raíces en esa mezcla de folk, pop, country y psicodelia que amalgamaron The Byrds en seis discos geniales, hasta el seminal Sweetheart of the Rodeo, publicados entre 1965 y 1968. Resulta tremendamente difícil seleccionar una de entre las decenas de espléndidas canciones que grabaron durante ese cuatrienio. No obstante, si hay una que los identifica es la primera que publicaron, Mr. Tambourine Man, una canción de Bob Dylan que se apropiaron de tal manera que hoy es más popular la versión que ellos hicieron que la original. En ella quedó definido el sonido característico del grupo, marcado por la sonoridad inconfundible de la guitarra Rickenbacker de doce cuerdas de McGuinn y las fantásticas armonías vocales del propio McGuinn, Crosby y Gene Clark. Me gusta especialmente la versión que acompaña a este post. Corresponde a un concierto de 1990 en homenaje a Roy Orbison al que se suma también el autor del tema. Ver a Dylan haciendo bromas con David Crosby no tiene precio.

Porque, más allá de lo estrictamente musical, lo que me atrae de The Byrds es la sensación de amistad, fraternidad y solidaridad que se desprende de sus canciones. El colorido de sus armonías vocales lo impregna todo de un tono de alegría contagiosa que me retrotrae inevitablemente a los años universitarios, cuando tenía la impresión de que la camaradería era un estado natural, el optimismo lo invadía todo y pensaba (pensábamos) que cualquier cosa era posible porque el futuro estaba en nuestras manos. Los sueños no eran ilusiones vanas sino una guía para el camino. No había límites para la esperanza y nada había inalcanzable, aunque fuera con un poco de ayuda del hombre de la pandereta. Porque, como dice la canción, cuando "Mr. Tambourine Man toca una canción para mi... estoy listo para ir a cualquier lugar".  La libertad era un tsunami que arrasaba con cualquier obstáculo que se interpusiera en el camino. Porque la música de The Byrds suena a liberación de cualquier atadura, a independencia, a espacios abiertos. Quizás sea una reminiscencia de la balada de Easy Ryder, pero la guitarra saltarina de Roger McGuinn siempre la he asociado a un viaje sin destino, o sí, a una odisea en pos de la felicidad.


Y mientras escribo esto, mientras suena en mis auriculares la música de The Byrds, me siento al volante de mi coche, con el sol brillando en el horizonte, y me imagino devorando kilómetros por carreteras secundarias, apenas transitadas, recorriendo pueblos, con las ventanillas abiertas, dejándome abrazar por la brisa, impregnado por la humedad del mar, perfumado por el aroma de la hierba. Y entonces el tiempo se detiene porque el mañana no importa. "Todo es ahora, todos es ahora, el tiempo que nos toca vivir", canta Roger McGuinn con su voz lastimera. Porque todo lo que merece la pena lo llevas contigo: la libertad, la ilusión, las ganas de vivir... y la persona a la que amas, que te lleva de la mano al paraíso y con una sonrisa te ilumina el camino. Y en ese momento ruegas, como escribía Kavafis, que "el viaje sea largo, lleno de peripecias, lleno de experiencias". Porque es el viaje de la vida. Y entonces uno comprende que simplemente debe dejarse llevar, arrastrado por ese tratado de psicodelia que es el diálogo entre la guitarra de Roger y la guitarra pedal steel de Red Rhodes en la segunda canción seleccionada para este post: Change is now. Porque "el cambio es ahora, las cosas que parecían sólidas no lo son ... y el miedo se ha ido".


The Byrds están aquí. Así que, buen viaje.








21 de marzo de 2011

Ya es primavera

Marzo de 1989, en el
 Monte do Castro (Vigo)
Hoy comienza oficialmente la primavera, preludiada por un fin de semana en el que ha hecho un tiempo maravilloso. Y todo junto me ha hecho recordar la época, hace ya unos cuantos años, en los que cuando llegaba el primer fin de semana de sol y buena temperatura nos íbamos a Vigo para, el domingo, regresar a Coruña bordeando toda la costa. Ya al final del trayecto se hacía pesado, pero el viaje era una auténtica gozada. Era una increíble carga de energía tras un invierno habitualmente largo y gris. Era también una buena forma, aunque algo apresurada, de ir conociendo Galicia. Una Galicia que he redescubierto algo más a fondo en el último año. Y me he reafirmado en mi idea de que es una tierra maravillosa, paisajísticamente extraordinaria, muy acogedora y agradable cuando hace buen tiempo, y no tanto en el resto de las ocasiones. Aunque si uno está bien resguardado, incluso los días de temporal tienen su encanto. Un tanto melancólico, pero atractivo al fin y al cabo.


Son numerosos los lugares que ahora mismo se me vienen a la cabeza. Pero hay dos que dominan sobre todos ellos, y en ambos casos se trata de playas: Ancoradoiro y Aguieira. Dos arenales maravillosos en sí mismos, pero que se han adherido a mí no por su belleza connatural, sino por las memorables experiencias ligadas a ellos. Lo emocional se impone a lo físico, lo subjetivo reviste a lo objetivo. Lo que me hace pensar en el valor de los recuerdos y en cómo construimos nuestra propia realidad. A menudo, el pasado se nos impone de una forma diferente a como lo vivimos en el momento en que transcurrió. Es curioso como a veces nos emocionamos al revivir situaciones que cuando sucedieron transitamos por ellas con frialdad, incluso con malestar, o sencillamente nos dejaron indiferentes. Y, sin embargo, con el paso del tiempo se nos imponen de manera poderosa con un valor que no hubiéramos previsto en su origen. Siempre aplicamos una memoria selectiva sobre nuestro pasado, de forma que recuperamos aquello que nos es útil o da sentido a nuestro presente, y escondemos o dejamos en un segundo plano todo lo demás.

Quiero decir que nuestra vida es, en buena medida, una construcción mental. No es que la realidad carezca de valor, sino que depende de la mirada. Pero la observación nunca es inocente. Estamos llenos de prejuicios que nos hacen ver la vida desde una determinada perspectiva. Y no hablo aquí de “prejuicios” en términos negativos, sino como lo que va quedando, lo permanente, los sedimentos de nuestras vidas, lo que nos hace ser como somos y nos sirve de instrumental para afrontar cada acto de nuestro presente. La realidad no se nos impone, sino que nosotros la moldeamos de acuerdo a nuestras necesidades, intereses, objetivos, temores... La realidad es una determinada percepción de lo que vivimos, y eso es lo que nos hace tan vulnerables. Y tan manipulables. Y que nos equivoquemos con tanta facilidad. Porque acostumbramos a reducir lo nuevo a los esquemas de lo pasado, de lo ya conocido, para evaluarlo de acuerdo a esquemas mentales que ya nos han resultado útiles y en los que nos sentimos cómodos. Pero a menudo eso nos hace perdernos la riqueza de matices de lo nuevo y nos lleva a errar en el juicio de lo que cambia. Por eso, la verdad es siempre el resultado de una tensión continua entre lo objetivo, lo que sucede fuera de nosotros, y la forma en que nosotros lo vemos, interpretamos, juzgamos e interiorizamos.

Y si la vida es una cuestión mental, ¿qué mejor que encarar con la mejor de las predisposiciones la primavera que acabamos de estrenar? Porque el futuro también se escribe en función de nuestras propias expectativas.

18 de marzo de 2011

De la dignidad

A todos nos embarga un hondo sentimiento de pesar y solidaridad por la sucesión de catástrofes que, en una especie de maldición bíblica, han caído sobre el pueblo japonés. Y creo también que a todos nos admira la entereza, la fortaleza con la que han afrontado la tragedia. Nos sorprende que, en el desastre, los ciudadanos respondan en perfecto orden, sin alborotos ni pillajes, y sin derramar una lágrima en público. Nuestras respuestas, las conductas personales, están condicionadas siempre por patrones culturales. Más allá de variaciones individuales, reaccionamos de acuerdo con valores interiorizados a lo largo de nuestra vida y que se han ido decantando a lo largo generaciones. El pueblo japonés (los orientales en general) se ha formado en el autocontrol y en el sometimiento tanto a la tradición como a la autoridad. Esto explica que los japoneses solo lloren en privado, porque mostrar el dolor en público solo sirve para extender la energía negativa hacia los demás. Es una cuestión de dignidad, personal y colectiva.

La dignidad, una virtud en desuso en una época de valores líquidos, de debilitamiento del contrato social, del pacto con el otro. La dignidad es mantenerse fiel a uno mismo, a los principios que nos alimentan, a los valores y creencias que nos definen, sean cuales sean las circunstancias exteriores, incluso en la adversidad. Dignidad es respetarse a uno mismo y a las obligaciones que libremente nos atribuimos. Por eso, la dignidad requiere libertad, compromiso y solidaridad. Libertad para decidir lo que somos y lo que queremos. Compromiso para defenderlo y luchar por ello. Y solidaridad con los demás, porque sin ellos no somos nada. Porque somos lo que somos en el largo plazo, nos define lo que permanece, lo que construimos para que perdure. Y este es un principio que casa mal con unos tiempos en los que se promueve justo lo contrario, el cambio constante, la búsqueda continua de algo nuevo, la crisis de lo ya conocido. Es decir, el consumismo feroz, y no ya de objetos, sino incluso de personas y relaciones. La vida se agota en el corto plazo y eso desemboca en la insatisfacción permanente. Esta cualidad esencial del capitalismo se ha extendido con la globalización y explica en el fondo la actual crisis económica, fruto de la ambición desmedida de quienes en su afán por enriquecerse lo han apostado todo al corto plazo. Occidente desprecia lo que perdura y con ello se ha hundido en la indignidad.

Los japoneses, fieles a la tradición, han reaccionado con dignidad a las tragedias, y eso hará que salgan adelante como han hecho en tantas otras ocasiones a lo largo de la historia. Un sentido de la dignidad similar al que ha llevado a los pueblos árabes a rebelarse contra los tiranos tras décadas de sometimiento. Por eso es importante que no dejemos solos a los libios que se han levantado contra Gadafi arriesgando su propia vida. La política es siempre un depurado ejercicio de cinismo, pero todo tiene un límite. Y no se puede seguir mirando para otro lado mientras el opresor masacra a su propio pueblo. Aunque las razones que impulsan a las potencias a intervenir sean en más de un caso nada confesables. Pero hay que defender la dignidad de los sojuzgados y ejercer la propia. Porque luchando por los valores que defendemos, peleando por lo que queremos, nos dignificamos y crecemos como personas.