12 de marzo de 2011

La fragilidad humana

Nos despertamos, nos levantamos de la cama y, si tenemos esa suerte, nos vamos a trabajar con la seguridad de que al finalizar la jornada nos iremos a tomar unos vinos, echaremos unas risas y nos volveremos a nuestra casa con la seguridad de quien tiene la vida bajo control. Porque si aún tenemos más suerte, y no estamos atados a uno de esos trabajos en precario o en miserables condiciones laborales, hoy es festivo y podemos programar una comida en agradable compañía, un relajado paseo al borde del mar, una tarde de compras, un concierto por la noche y un par de copas para despedir con alegría este maravilloso día. Es más, tenemos tal dominio de nuestra existencia que ya hemos programado un fantástico viaje para Semana Santa y hasta ya estamos organizando unas fascinantes vacaciones en el verano... Rebosamos felicidad por todos los poros de nuestra piel... hasta que todos nuestros elaborados planes se hunden sepultados bajos los efectos de una breve sacudida de la tierra, de la desaparición de un ser querido o de cualquier otra inesperada catástrofe. Y entonces lo que hasta ese momento ocupaba todas nuestras preocupaciones nos parece un lujo absurdo y aquello otro que nos parecía de mínimo valor de repente adquiere una dimensión completamente diferente y nos sorprendemos anhelando lo que antes dábamos por seguro. Y como esos japoneses que, desde un alto seguro, ven pasar las casas arrastradas por el tsunami, nos descubrimos contemplando el paso de nuestra vida como simples espectadores de una película en la que nos creíamos protagonistas. Es curioso como, en estos casos, los recuerdos de tantos momentos maravillosos se trufan de arrepentimiento por todo aquello que deberíamos haber hecho y no llegamos a hacer. Aquel viaje que se quedó en proyecto, aquella visita que no llegamos a hacer, aquel perdón que no pedimos, aquel abrazo que no dimos, aquel beso que reprimimos, aquella palabra cariñosa que nos callamos... Y entonces se nos revela una vida que no vivimos. Y entonces se desmorona nuestro castillo de certezas en el que estábamos tan cómodamente instalados. Porque esa sacudida nos muestra en toda su crudeza la tremenda fragilidad humana. Y es que por mucho que nos empeñemos en tratar de tenerlo todo bajo control, nunca sabemos a ciencia cierta dónde ni cómo vamos a estar al segundo siguiente. Pero, como hasta lo más frágil se puede reforzar, confío en que la solidaridad humana propicie que los que ahora sufren una pérdida terrible, en Japón y aquí, encuentren la ayuda que necesitan para recuperarse y volver a sentir el abrazo de la felicidad.

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