5 de marzo de 2011

La sombra de una ilusión

Entrevistando a Claude Julien,
 director de Le Monde Diplomatique
 A los 14 años de edad decidí que de mayor quería ser periodista. Y aquí estoy, casi 40 años después. No sé bien qué me llevó a tomar aquella determinación, pero sirve para explicar un poco como soy. Puedo marear mucho la perdiz antes de resolver, pero una vez que decido algo que considero importante es muy difícil que cambie de opinión. Soy muy terco, a veces obsesivo, y me mantengo firme hasta el final. Así que cuatro decenios después de haber escogido el camino que me ha traído hasta aquí he de admitir que estoy muy satisfecho del camino recorrido. A pesar de los sinsabores y las decepciones, pero así es la vida, una sucesión de tropiezos seguidos de la alegría de volver a levantarse.

Con una compañera, asturiana,
en La Voz de Euskadi
En fin, creo que el auténtico culpable de que esté aquí hoy es Tomás de la Quadra Salcedo y aquellos reportajes suyos que emitía TVE. Entonces, la única televisión, porque ni tenía accedo al segundo canal. Como a tantos, me entró el gusanillo de viajar y de recorrer el mundo para contar lo que pasaba por los cuatro rincones del globo. En mi ingenuidad, no podía imaginar que podría hacerse periodismo de otra manera. Después vinieron los mil y un planes, primero con Jesús para ir a Guinea, a propósito de la caída del dictador Macías. Más tarde, con Míkel, para irnos a contar la revolución sandinista. Pero los sueños sueños son. Lo malo es que nunca se convirtieron en realidad. Y lo peor, que la posterior evolución de aquellas revoluciones, que como tantas otras acabaron traicionadas por los mismos que las impulsaron, han asentado en mi un profundo escepticismo sobre este tipo de movimientos populares, apasionantes y emocionantes en su energía inicial, frustrantes en su decantación final.

En 1991, con Juan Ramón Díaz,
entonces director de La Voz de Galicia
En aquel entusiasmo romántico sobre las bondades redentoras del periodismo influyó sobremanera una excitante entrevista que pude hacer a Claude Julien, entonces director de Le Monde Diplomatique. Me impactó su pasión por cuanto acontecía en el mundo entero, su conocimiento enciclopédico de tantos países, y sobre todo su visión cosmopolita del periodismo, de que no podíamos ser ajenos a nada de lo que ocurría en cualquier parte del planeta, de que cualquier drama e injusticia, por alejada que estuviera geográficamente, debía apelar a nuestra conciencia. Pero en lugar de irme a recorrer el mundo, me sumé a otra aventura: poner en marcha un nuevo periódico, La Voz de Euskadi. Una aventura apasionante que, como las revoluciones antes citadas, acabó en frustración. Allí descubrí, en mi trabajo personal, otro tipo de periodismo, el de vocación comunitaria, un periodismo local apegado a los intereses y, sobre todo, al servicio de los ciudadanos. Fue un trabajo de locos, en el que no había descanso y en el que recuerdo haber trabajado 40 horas seguidas, sin dormir, con motivo de las inundaciones en Euskadi de 1983, tiempo en el que recorrí dos veces la provincia de Guipúzcoa con un piloto de rallies. ¡Tiempos aquellos! Pero el periódico, como tantas otras cosas en Euskadi, acabó naufragando por el dogmatismo de muchos y la batalla política en torno a cualquier cosa. Baste decir que en aquella redacción intentamos convivir gentes tan diversas como Pepe Rei, José María Calleja, el escritor Javier García Sánchez o el activista Héctor Anabitarte. Una locura muy instructiva en muchos aspectos, pero asfixiante en lo esencial. Y que a mí me sirvió para concluir que jamás volvería a trabajar como periodista en Euskadi. Al menos en aquellas circunstancias, en las que lo que importaba no era aproximarse a la realidad, sino justo lo contrario, crear una realidad publicada que respondiera a lo que algunos deseaban que fuera.

Un sesgo informativo no muy alejado del que se ha extendido hoy en día en toda la prensa so pretexto, bajo la máscara, diría mejor, de interpretar la realidad. Burda falacia, vulgar excusa para tratar de imponer nuestras opiniones, habitualmente insuficientemente fundamentadas y siempre sometidas al interés de la empresa. Unas empresas que pretenden instituirse como fuentes de poder, usurpando la legitimidad que corresponde a otros órganos y abusando de una posición de autoridad que se habían ganado tras muchos años de hacer lo que les corresponde, buen periodismo. Como el que aprendí a hacer en La Voz. En lo personal, posiblemente nunca con los recursos suficientes, siempre con un enorme sacrificio, pero con la enorme ilusión de hacer aquello en lo que creía,  la consideración de los compañeros, y en un ambiente en el que lo que verdaderamente importaba era hacerlo lo mejor posible, en una obsesión permanente por la perfección y, sobre todo, por la verdad. Un esfuerzo constante por honrar la realidad y explicarla en su complejidad y profundidad, desde el respeto a la pluralidad de perspectivas y la diversidad de opiniones.

Hoy, casi 40 años después de aquella decisión, sigo alegrándome de haberla tomado. Y, a pesar de los pesares, sigo amando el periodismo, aunque me repugne la basura que muchos intentan hacer pasar por tal y sea muy escéptico sobre la viabilidad del sistema de medios en su configuración actual. Unas empresas que se han convertido en dinosaurios inadaptados a la nueva realidad, intentando sobrevivir en un ecosistema que ya no dominan con los instrumentos del viejo orden. Unas empresas obsesionadas por mantener cautivo a un público que le da la espalda porque ya no recibe lo que espera: buena, plural y rigurosa información. Un público más preparado que nunca, que sabe lo que quiere, que sabe discernir cuando le engañan e intentan manipular, cuando le venden gato por liebre, que sabe perfectamentemixtificar la realidad; de estar en los sitios donde se hace la historia para ponerse a su servicio; de dar voz a quien tiene algo realmente interesante que decir, no simple espejo de la vulgaridad humana; de pensar en los intereses de la comunidad y no de los grupos de poder; donde está la gente que quiere comprender la realidad para transformarla y mejorarla, no para imponer su verdad y mantener un ejército de cautivos. Esa es mi ilusión y mi esperanza. El periodismo pervivirá, aunque haya mucho que lo quieran matar.

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