9 de marzo de 2011

Mari Paz

Mari Paz, en Arrate, en
febrero de 1981
A Mari Paz la conocí el día que asesinaron a John Lennon. Ella vivía en Burgos y yo, en Eibar. Menos de 200 kilómetros de distancia, pero todo un mundo cuando no tienes coche ni un céntimo en el bolsillo para moverte. Nos encontramos en unas circunstancias especialmente difíciles para mí. Cuando sientes que te hundes en un pozo que parece no tener fondo, cuando ya desesperas de que pueda haber solución, de no sabes dónde aparece una mano salvadora que te rescata y te vuelve a llevar a la superficie. La coyuntura personal tampoco era fácil para ella. Y, sin embargo, arriesgó y se la jugó por mí. Nuestra historia duró apenas tres meses. Suficiente para ganarse mi amor eterno y para que me congraciara con la vida. Desde entonces, cada vez que siento que flaquea mi fe en el ser humano, pienso en Mari Paz y siento como vuelve a resplandecer la confianza en los demás.

Cuando pienso en ella, siento aún un pellizco en el corazón. Cuando pienso en ella, pienso en realidad en esos calambres en el estómago, ese cosquilleo que se extiende por todo el cuerpo y que hace que sientas cada poro de tu piel como un descubrimiento. Un festival de sensaciones que se disparan como fuegos artificiales e iluminan la noche en una orgía de colores. Y sientes como fluye por tu interior una extraña energía, una energía desconocida, que no sabes bien de dónde nace pero que te transporta a una nueva dimensión, que te hace sentir el ser más poderoso del Universo, capaz de surcar los siete mares y ascender a las montañas más altas para conseguir lo que deseas. Sientes que tienes el mundo en tus manos. Y entonces, paradójicamente, descubres que todo te sobra, porque el mundo se ha reducido a dos. El tiempo y el espacio han quedado en suspenso. Las fronteras del cosmos las fija la distancia de su mirada, abarcan hasta el límite donde alcanza el eco de los latidos de su corazón, porque te alimentas de su aliento y del contacto de su piel. Y la medida del tiempo es el que compartes con ella y el lapso que falta para volver a verla. El amor es la supresión de la distancia (queda la intimidad como espacio único) y del tiempo, que no cuenta porque no importa. El amor es un punto de luz que lo ilumina todo y que te guía por el mundo exterior, ese por el que debes transitar con botellas de oxígeno porque sientes que te falta el aire cuando estás lejos de ella, de la cueva en la que acumulas energía. Hasta que te desborda y experimentas el empuje que te excita y te incita a comerte el mundo. Porque, con ella a tu lado, te sientes indestructible. Hasta que un día, sin previo aviso el universo estalla en mil pedazos, y tu te conviertes en un punto ínfimo en un espacio infinito, atrapado en un tiempo que dura eternamente porque no se mueve, no transcurre.


Y vuelves a empezar. Todo pasa, pero todo queda en el recuerdo. Nada se olvida, porque lo nuevo no hace desaparecer lo antiguo. Es como un objeto exclusivo. Lo puedes sustituir por otro, pero jamás igualará a aquel. Será otra cosa. Y nada hay más exclusivo que las personas, porque cada una es única e irremplazable. Así que cada despedida añade una cicatriz al corazón y hace que uno avance por la vida hecho jirones. A la espera de encontrar una Mari Paz que te lama las heridas, te insufle nuevos ánimos, te mire a los ojos y te ilumine la mirada para que encuentres un nuevo camino donde hasta ese momento solo veías maleza.

Fueron solo tres meses. Pero no es cuestión de tiempo, sino de intensidad. Porque la esencia carece de dimensiones. Es un soplo vital que perdura mientras creas en el otro. Mari Paz se despidió de mí con un beso, lágrimas en los ojos y un "eres un cielo". De eso hace ahora 30 años. Pero sigue presente en mí como si el tiempo no hubiera pasado. Aún hoy siento el húmedo calor de sus labios y me sigue dominando la congoja, el irrefrenable ansia de llorar. Y, sobre todo, daría mi vida porque el "eres un cielo" se convirtiera en un "te quiero".

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